El temor a la muerte es un efecto de
la sabiduría de la Providencia y una consecuencia del instinto de conservación,
común a todos los seres vivientes. Es necesario, mientras, que el ser humano no
esté bastante enterado de las condiciones de la vida futura, como contrapeso a
la propensión que, sin este freno, le induciría a dejar prematuramente la vida
terrestre y descuidar el trabajo que debe servir para su adelanto.
Por eso, para los pueblos primitivos
el porvenir sólo es una vaga intuición. Más tarde, una sencilla esperanza, y
después, una certeza, pero todavía neutralizada por un secreto apego a la vida
corporal.
La certeza de la vida futura da otro
curso a sus ideas, otro objeto a sus trabajos. Antes de tener certeza, sólo
trabaja para la vida actual. Con esta certidumbre, trabaja en vista del
porvenir sin descuidar el presente, porque sabe que su porvenir depende de la
dirección más o menos buena que da al presente. La seguridad de volver a
encontrar a sus amigos después de la muerte, de continuar las relaciones que
tuvo en la Tierra, de no perder el fruto de ningún trabajo, de aumentar sin
cesar en inteligencia y en perfección, le da la paciencia de esperar y el valor
para soportar las fatigas momentáneas de la vida terrestre. La solidaridad que
ve establecerse entre los difuntos y los vivientes le hace comprender la que
debe existir entre los vivos. La fraternidad tiene desde entonces su razón de
ser y la caridad un objeto en el presente y en el porvenir.
Para liberarse del temor a la muerte,
hay que contemplar a ésta desde el verdadero punto de vista, es decir, haber
penetrado, con el pensamiento, en el mundo espiritual y haberse formado del
porvenir una idea lo más exacta posible, lo que manifiesta en el espíritu
encarnado cierto desarrollo y cierta aptitud para desembarazarse de la materia.
Para aquellos que no están lo suficientemente adelantados, la vida material es
preferible a la vida espiritual.
El ser humano, interesándose por lo
exterior, no ve la vida más que en el cuerpo, mientras que la vida real está en
el alma. Estando el cuerpo privado de vida, cree que todo está perdido, y se
desespera. Si en lugar de concentrar su pensamiento sobre el vestido exterior
lo fijase en el origen de la vida, en el alma, que es el ser real que sobrevive
a todo, se dolería menos de su cuerpo, origen de tantas miserias y dolores.
Pero para esto se necesita una fuerza que el espíritu sólo adquiere con la
madurez.
La educación espírita varía completamente
el modo de mirar el porvenir. La vida futura no es ya una hipótesis y sí una
realidad. El estado de las almas después de la muerte no es ya un sistema, sino
un resultado de la observación. El velo se ha descorrido, el mundo espiritual
se nos manifiesta en toda su realidad práctica. No son los seres humanos los
que lo han descubierto por el esfuerzo de una imaginación ingeniosa, sino los
habitantes mismos de esos mundos que vienen a descubrirnos su situación. Los
vemos allí en todos los grados de la escala espiritual, en todas las fases de
la dicha y de la desgracia. Presenciamos todas las peripecias de la vida de
ultratumba.
Ésta es para los espíritas la causa de
la serenidad con que miran la muerte, y de la calma de sus últimos instantes
sobre la Tierra. Lo que les sostiene no es solamente la esperanza, sino la
certidumbre. Saben que la vida futura no
es más que la continuación de la vida presente en mejores condiciones, y la
esperan con la misma confianza con que esperan la salida del sol después de una
noche tempestuosa. Los movimientos de esta confianza están en los hechos de los
que son testigos, y en la concordancia de estos con la lógica, la justicia y la
bondad de Dios, y las aspiraciones íntimas del ser humano.
Para los espíritus el alma no es ya
una abstracción. Tiene un cuerpo etéreo que hace de ella un ser definido, que
el pensamiento abarca y comprende. Esto es ya mucho para fijar las ideas sobre
su individualidad, sus aptitudes y sus percepciones. El recuerdo de aquellos
seres queridos descansa sobre algo real y positivo. No nos los representamos ya
como llamas fugitivas que nada recuerdan al pensamiento, sino bajo una forma
concreta que nos los manifiesta mejor como seres vivos. Además, en lugar de
estar perdidos en las profundidades del espacio, están a nuestro alrededor. El
mundo corporal y el mundo espiritual están en perpetuas relaciones, y se
asisten mutuamente.
No cabiendo ya duda sobre el porvenir,
el temor a la muerte no tiene razón de
ser. Se la ve venir con serenidad, como a una libertadora, como la puerta de la
vida y no como la de la nada. (Allan Kardec. CI. Cap. II).
El alma después de la muerte; su
individualidad.
Vida eterna (El Libro de los Espíritus)
149. ¿En qué se convierte el alma en
el instante de la muerte? “Vuelve a ser Espíritu, es decir, regresa al mundo de
los Espíritus, que había dejado momentáneamente.”
150. Después de la muerte, ¿conserva
el alma su individualidad? “Sí, nunca la pierde. ¿Qué sería si no la
conservara?”
[150a] – ¿Cómo constata el alma su
individualidad, puesto que ya no tiene el cuerpo material? “Aún tiene un fluido
que le es propio, que extrae de la atmósfera de su planeta y que presenta la
apariencia de su última encarnación: su periespíritu.”
[150b] – El alma, ¿no se lleva consigo
nada de este mundo?
“Nada más que el recuerdo y el deseo
de ir a un mundo mejor. Es un recuerdo pleno de satisfacción o de amargura,
según el empleo que haya hecho de la vida. Cuanto más pura es el alma, mejor
comprende la futilidad de lo que ha dejado en la Tierra.”
151. ¿Qué pensar de la opinión según
la cual el alma, después de la muerte, regresa al todo universal? “¿Acaso el
conjunto de los Espíritus no forma un todo? ¿No constituye todo un mundo?
Cuando te encuentras en una asamblea eres parte integrante de ella, y sin embargo
conservas siempre tu individualidad.”
152. ¿Qué prueba podemos obtener
acerca de la individualidad del alma después de la muerte? “¿No obtenéis esa
prueba por medio de las comunicaciones que lográis? Si no sois ciegos, veréis;
y si no sois sordos, oiréis, pues muy a menudo os habla una voz que os revela
la existencia de un ser que está fuera de vosotros.” Los que piensan que
después de la muerte el alma regresa al todo universal están equivocados si por
ello entienden que, semejante a una gota de agua que cae al océano, el alma
pierde allí su individualidad. En cambio, están en lo cierto si entienden por
el todo universal al conjunto de los seres incorporales del cual cada alma o
Espíritu es un elemento. Si las almas se confundieran en la masa, sólo tendrían
las cualidades del conjunto y nada las distinguiría. No tendrían inteligencia
ni cualidades propias. En cambio, todas las comunicaciones revelan la
conciencia del yo y una voluntad distinta. La diversidad infinita que presentan
en todos los aspectos es la consecuencia misma de las individualidades. Si
después de la muerte sólo hubiese lo que se llama el gran Todo, absorbiendo las
individualidades, ese Todo sería uniforme y, por consiguiente, todas las
comunicaciones que se recibieran del mundo invisible serían idénticas. Puesto
que allí encontramos seres buenos y malos, sabios e ignorantes, felices y
desdichados; puesto que los hay de todos los caracteres: alegres y tristes,
frívolos y profundos, etc., es evidente que se trata de seres distintos. La individualidad
resulta más evidente aún cuando estos seres prueban su identidad por medio de
señales incontestables, detalles personales relativos a su vida terrenal que
pueden verificarse. Además, no es posible ponerla en duda cuando ellos se
manifiestan a la vista en las apariciones. La individualidad del alma se nos
enseñaba en teoría, como un artículo de fe; el espiritismo la hace patente y,
en cierto modo, material.
153. ¿En qué sentido se debe entender
la vida eterna? “La vida eterna es la vida del Espíritu; la del cuerpo es
transitoria y pasajera. Cuando el cuerpo muere, el alma regresa a la vida
eterna.”
153a] – ¿No sería más exacto llamar
vida eterna a la de los Espíritus puros, los que por haber alcanzado la
perfección no habrán de sufrir más pruebas? “Esa es más bien la dicha eterna.
No obstante, se trata de una cuestión de palabras. Llamad a las cosas como más
os guste, con tal de que os pongáis de acuerdo.” Separación del alma y el
cuerpo
154. ¿Es dolorosa la separación del
alma y el cuerpo? “No, a menudo el cuerpo sufre más durante la vida que en el
momento de la muerte. El alma no interviene en eso para nada. Los padecimientos
que a veces se experimentan en el momento de la muerte son un goce para el
Espíritu, que ve llegar el término de su exilio.” En la muerte natural, la que
ocurre por el agotamiento de los órganos como consecuencia de la edad, el
hombre deja la vida sin percatarse de ello: es como una lámpara que se apaga
por falta de combustible.
155. ¿Cómo se opera la separación del
alma y el cuerpo? “Al romperse los lazos que la retenían, el alma se
desprende.”
[155a] – La separación, ¿se opera
instantáneamente y por una transición brusca? ¿Hay una línea de demarcación
netamente trazada entre la vida y la muerte? “No, el alma se desprende
gradualmente; no se escapa como un pájaro cautivo que ha sido devuelto
súbitamente a la libertad. Los dos estados se tocan y se confunden. Así, el
Espíritu se desprende poco a poco de sus lazos: éstos se sueltan, no se
quiebran.” Durante la vida, el Espíritu se halla unido al cuerpo por su
envoltura semimaterial o periespíritu. La muerte sólo es la destrucción del
cuerpo y no la de esa segunda envoltura, la cual se separa del cuerpo cuando
cesa en él la vida orgánica. La observación prueba que en el instante de la
muerte el desprendimiento del periespíritu no se completa de manera súbita,
sino que se opera gradualmente y con una lentitud muy variable según los
individuos. En algunos es bastante rápido y podemos decir que el momento de la
muerte es también el de la liberación, que se da en unas pocas horas. En otros,
por el contrario, sobre todo en aquellos cuya vida ha sido completamente material
y sensual, el desprendimiento es mucho menos rápido y a veces dura horas,
semanas y hasta meses. Esto no implica que haya en el cuerpo la menor vitalidad
ni la posibilidad de un regreso a la vida, sino una simple afinidad entre el
cuerpo y el Espíritu, afinidad que siempre depende de la preponderancia que
durante la vida el Espíritu dio a la materia. En efecto, es razonable pensar
que cuanto más se haya identificado el Espíritu con la materia, tanto más
penoso le resultará separarse de ella. En cambio, la actividad intelectual y
moral, así como la elevación de los pensamientos, operan un principio de
desprendimiento incluso durante la vida del cuerpo, de modo que cuando llega la
muerte ese desprendimiento es casi instantáneo. Tal es el resultado de los
estudios hechos en los individuos observados en el momento de la muerte. Esas
observaciones también prueban que la afinidad que en ciertos individuos
persiste entre el alma y el cuerpo es a veces muy penosa, pues el Espíritu
puede experimentar el horror de la descomposición. Este caso es excepcional y
propio de ciertos géneros de vida y de determinados tipos de muerte; se
presenta en algunos suicidas.
156. La separación definitiva del alma
y el cuerpo, ¿puede tener lugar antes de la cesación completa de la vida
orgánica? “Durante la agonía, a veces el alma ya abandonó el cuerpo: sólo queda
en él la vida orgánica. El hombre ya no tiene conciencia de sí mismo, y a pesar
de eso aún le resta un soplo de vida. El cuerpo es una máquina a la que el corazón
pone en movimiento; funciona mientras el corazón hace circular la sangre por
las venas, y para eso no tiene necesidad del alma.”
157. En el momento de la muerte,
¿tiene a veces el alma un arrebato o éxtasis que le hace entrever el mundo al
que regresará? “A menudo el alma siente que los lazos que la atan al cuerpo se
quiebran; entonces emplea todos sus esfuerzos para cortarlos por completo. Ya
en parte desprendida de la materia, ve el porvenir extenderse ante ella y goza
por anticipado del estado de Espíritu.”
158. El ejemplo de la oruga, que
primero se arrastra por el suelo y luego se encierra en la crisálida, en estado
de muerte aparente, para renacer con una existencia deslumbrante, ¿puede darnos
una idea de la vida terrenal, luego la tumba y, por último, nuestra nueva
existencia? “Una idea limitada. La imagen es buena, pero no sería conveniente
tomarla al pie de la letra, como hacéis a menudo.”
159. ¿Qué sensación experimenta el
alma en el momento en que se reconoce en el mundo de los Espíritus? “Eso
depende. Si has hecho el mal con el deseo de hacerlo, en un primer momento te
sientes muy avergonzado por eso. Para el justo es muy diferente: su alma se
siente como aliviada de un gran peso, pues no le teme a ninguna mirada
escrutadora.”
160. El Espíritu, ¿encuentra de
inmediato a quienes conoció en la Tierra y que murieron antes que él? “Sí,
según el afecto que sentía por ellos y el que ellos sentían por él. A menudo
acuden a recibirlo a su regreso al mundo de los Espíritus y lo ayudan a
desprenderse de las envolturas de la materia. También encuentra a muchos que
había perdido de vista durante su estancia en la Tierra. Ve a los que están
errantes; y a los que se encuentran encarnados, los va a visitar.”
161. En la muerte violenta o debida a
un accidente, cuando los órganos aún no han sido debilitados por la edad o las enfermedades,
la separación del alma y el cese de la vida, ¿tienen lugar simultáneamente?
“Así sucede por lo general, pero en todos los casos el instante que los separa
es muy breve.”
162. Después de la decapitación, por
ejemplo, ¿conserva el hombre durante algunos instantes la conciencia de sí
mismo? “Suele conservarla durante algunos minutos, hasta que la vida orgánica
se haya extinguido por completo. Pero a menudo también el temor a la muerte le
hace perder la conciencia antes del instante del suplicio.” Se trata aquí de la
conciencia que el ajusticiado tiene de sí mismo en tanto hombre, por intermedio
de los órganos, y no como Espíritu. Así pues, si no perdió esa conciencia antes
del suplicio, puede conservarla algunos instantes, pero que son muy breves, y
cesa necesariamente con la vida orgánica del cerebro, lo que no implica que el
periespíritu esté desprendido por completo del cuerpo. Por el contrario, en
todos los casos de muerte violenta, como esta no se debe a la extinción gradual
de las fuerzas vitales, los lazos que unen el periespíritu al cuerpo son más
tenaces, y el desprendimiento completo es más lento. Turbación espírita
163. El alma, cuando deja el cuerpo,
¿tiene de inmediato conciencia de sí misma? “Conciencia inmediata no es la
expresión adecuada. El alma permanece algún tiempo en estado de turbación.”
164. ¿Experimentan todos los Espíritus
en el mismo grado y durante el mismo tiempo la turbación que sigue a la
separación del alma y el cuerpo? “No, eso depende de la elevación de cada uno.
El Espíritu que ya está purificado se reconoce a sí mismo casi inmediatamente,
porque ya se desprendió de la materia durante la vida del cuerpo, mientras que
el hombre carnal, cuya conciencia no es pura, conserva durante mucho más tiempo
la impresión de la materia.”
165. El conocimiento del espiritismo,
¿ejerce alguna influencia sobre el tiempo que dura la turbación? “Ejerce una
influencia muy grande, puesto que el Espíritu comprende por anticipado esa
situación. No obstante, la práctica del bien y la conciencia pura ejercen la
mayor influencia.” En el momento de la muerte todo es confuso al principio. El
alma necesita algún tiempo para reconocerse. Está como aturdida, como en el
estado de un hombre que acaba de salir de un profundo sueño e intenta
percatarse de su situación. La lucidez de las ideas y el recuerdo del pasado
vuelven a ella a medida que se borra la influencia de la materia de la que
acaba de desprenderse, y que se disipa la especie de niebla que oscurece sus
pensamientos.
El tiempo que dura la turbación que
sigue a la muerte es muy variable: puede extenderse desde algunas horas hasta
muchos meses, e incluso muchos años. Es menos prolongado en quienes, cuando
vivían, se identificaron con su estado futuro, porque entonces comprenden
inmediatamente su situación. Esa turbación presenta circunstancias particulares
según el carácter de los individuos y, sobre todo, según el tipo de muerte. En
los casos de muerte violenta, producida por suicidio, suplicio, accidente, apoplejía,
heridas, etcétera, el Espíritu se halla sorprendido, asombrado. No cree estar
muerto y lo sostiene con obstinación. Sin embargo, ve su cuerpo, sabe que ese
cuerpo es el suyo y no comprende que se separó de él. Se acerca a las personas
a quienes aprecia, les habla y no entiende por qué no lo oyen. Esa ilusión se
mantiene hasta que el periespíritu se desprende por completo. Sólo entonces el
Espíritu se reconoce y comprende que ya no forma parte de los vivos. Este
fenómeno se explica fácilmente. Sorprendido de improviso por la muerte, el
Espíritu queda aturdido por el brusco cambio que se operó en él. La muerte
todavía es para él sinónimo de destrucción, de aniquilamiento. Ahora bien, como
piensa, ve y oye, a su entender no está muerto. Lo que aumenta su ilusión es
que se ve con un cuerpo semejante al anterior por la forma, pero cuya
naturaleza etérea aún no ha tenido tiempo de estudiar. Le parece sólido y
compacto como el primero, y cuando se le llama la atención acerca de este punto
se asombra de no poder palparse. Este fenómeno es análogo al de los sonámbulos
novatos, que no creen estar dormidos. Para ellos el dormir es sinónimo de
suspensión de las facultades. Ahora bien, como piensan libremente y pueden ver,
suponen que están despiertos. Algunos Espíritus presentan esta particularidad
aunque la muerte no les haya llegado de modo inesperado. No obstante, siempre
es más general en los que, aunque estaban enfermos, no pensaban en morirse.
Vemos en ese caso el singular espectáculo de un Espíritu que asiste a su
funeral como si fuese el de un extraño, y que se refiere a ello como si se
tratara de algo que no le incumbe, hasta el momento en que comprende la verdad.
La turbación que sigue a la muerte no es penosa en absoluto para el hombre de
bien. Es calma y en todo semejante a la que acompaña a un despertar apacible.
Para aquel cuya conciencia no es pura, la turbación está colmada de ansiedad y
angustias, que aumentan a medida que se reconoce a sí mismo. En los casos de
muerte colectiva, se ha observado que los que fallecen al mismo tiempo no
siempre se vuelven a ver de inmediato. En la turbación que sigue a la muerte,
cada uno va por su lado o sólo se preocupa por los que le interesan. En la
muerte natural, la turbación comienza antes de la cesación de la vida orgánica,
y el Espíritu pierde por completo la conciencia de sí mismo en el momento de la
muerte. De ahí se sigue que el Espíritu jamás es testigo del último suspiro.
Incluso las convulsiones de la agonía son efectos nerviosos que casi nunca lo
afectan. Decimos casi porque en ciertos casos esos padecimientos han sido
impuestos al Espíritu como expiación.
La Extinción de la Vida
La insistencia del hombre en la negación de su propia inmortalidad no ocurre, como generalmente se piensa, de las dificultades para probarla científicamente, ni de la visión caótica del mundo en que se pierden los espíritus escépticos, que viven como aturdidos entre las certezas e incertidumbres del conocimiento humano. Ocurre apenas del sentimiento de fragilidad humana, considerado tan importante por los existencialistas.
El instinto de muerte de la tesis freudiana, en un mundo en que todo muere, nada permanece, como señalaba Protágoras desolado, supera y aplasta en la sensibilidad humana el instinto de vida, las ansias existenciales generalmente confundidas con el elan vital de Bergson.
Sintiéndose frustrado y desolado ante la fatalidad irremovible de la muerte, y llevado a la desesperación ante la irracionalidad de las proposiciones religiosas, el hombre ve secarse sus esperanzas en el invierno único e irremisible de la vida material.
Su impotencia se revela como absoluta, apagando en su espíritu las esperanzas y la confianza en la vida que le sustentaban en la mocedad.
La vida se extingue en sí misma y a sus ojos por todas partes, en todos los reinos de la Naturaleza, y ninguno jamás ha conseguido impedir el flujo arrasador del tiempo, que lleva arrastrando las cosas y los seres, envejeciéndolos y desgastándolos, por grandes, más fuertes y brillantes que puedan parecer.
El paso inexorable de los años marca minuto a minuto, con una seguridad fatal y una puntualidad exasperante, el fin inevitable de todas las cosas y todos los seres.
Al contrario de lo que se dice popularmente, no son los viejos quienes sueñan con la inmortalidad, sino los jóvenes. Porque estos, en la seguridad ilusoria de su vitalidad, son más propicios a aceptar y cultivar esperanzas de renovación.
Por más geniales que sean, por más realistas que se muestren, los jóvenes – con excepción de los que sufren de desequilibrios orgánicos y psíquicos – creen en la vida que usufructúan sin preocupaciones.
Alegándose que son los viejos y no los jóvenes quienes se interesan por las religiones, creyéndose que este interés de la vejez por la ilusión de la sobrevivencia es la desesperación del náufrago que se apega a una tabla de salvación. Imagen aparentemente apropiada, mas en verdad falsa.
El viejo religioso, generalmente fanático, sabe muy bien que sus días están contados y teme la posibilidad de su encuentro con los jueces implacables con que las religiones los amenazaran, desde la infancia remota.
Quieren generalmente prevenirse de lo que les pudiera acontecer al pasar hacia la otra vida cargados de pecados que las religiones prometen aliviar.
El miedo de la muerte está tan generalizado entre las personas que entran en la recta final de la existencia, que Heidegger acentuó, con cierta ironía, la importancia de la partícula Dasein en las expresiones sobre la muerte. La mayoría de las personas dicen morirse al contrario de moriremos, porque el se refiere a los otros y no a sí mismo.
La figura jurídica de la legítima defensa, en los casos de asesinato, se institucionalizó racionalmente el derecho de matar que, si por un lado reconoce la validez social del instinto de conservación, por otro lado legitima en los códigos del mundo el sentido oculto de la partícula Dasein en los fraudes inconscientes del lenguaje. Por otro lado, esta partícula confirma el deseo individual de que los demás mueran, y no nosotros, demostrando la inocuidad de los mandamientos religiosos.
Por otra parte, esta inocuidad, como se sabe, se reveló en el propio Sinaí, cuando Moisés, aún con las Tabla de las Leyes en las manos, ordenó la matanza inmediata de dos mil israelitas que adoraban el Becerro de Oro.
Llegamos así a la conclusión de que la posición del hombre frente a la muerte es ambivalente, colocándolo en un dilema sin salida, perdido en el laberinto de sus propias contradicciones. De este desespero resulta la locura de las matanzas colectivas, de las guerras, del apelo humano a los procesos genocidas, tan espantosamente evidenciados en la Historia Humana.
Los arsenales atómicos del presente, y particularmente el recurso novedoso de las bombas de neutrones, revelan en el hombre el deseo inconsciente, pero racionalizado por las justificaciones de seguridad, de extinción total de la vida en el planeta.
Los versos consagrados del poeta: “Antes morir, que vivir como esclavos”, valen por una catarsis colectiva.
La extinción de la vida es el supremo deseo de la Humanidad, que solo no se realiza gracias a la impotencia del hombre ante la rigidez de las leyes naturales. Por esto la Ciencia acelera sin cesar el descubrimiento de nuevos medios de matanza masiva.
Los esclavos de la vida prefieren la muerte. Este panorama apocalíptico solo podrá modificarse a través de la Educación para la Muerte. No se trata de una educación especial ni supletoria, sino de una para-educación sugerida y hasta también exigida por la situación actual del mundo.
El problema de la llamada explosión demográfica, con el acelerado desenvolvimiento de la población mundial, imposible de ser detenida por todos los medios propuestos, nos demuestra la necesidad de una revisión profunda de los procesos educacionales, de manera que se puedan reajustar a las nuevas condiciones de vida, cada vez más intolerables.
Como señaló Kardec, solamente la Educación podrá llevarnos a las soluciones deseadas.
Los recursos que, en ocasiones como esta, son siempre producidos por la misma Naturaleza, ya nos fueran dados a través de la también llamada explosión psíquica de los fenómenos paranormales.
El conocimiento más profundo de la naturaleza humana, llevado por las pesquisas psicológicas y parapsicológicas hasta las profundidades del alma, revela que el nuevo proceso educacional debería alcanzar los mecanismos de la consciencia subliminal de la teoría de Frederich Myers, de manera que sustituya las introyecciones negativas y desordenadas del inconsciente por introyecciones positivas y racionales.
La teoría de los arquetipos de Jung, como también su teoría parapsicológica de las coincidencias significativas, pueden ayudarnos en dos planos: el de la trascendencia y el de la dinámica mental consciente.
La Educación para la Muerte socorrerá a la vida, restableciéndole la esperanza y el entusiasmo de las nuevas generaciones por las nuevas perspectivas de la vida terrenal.
Una nueva cultura, ya esbozada en nuestros días, pronto se definirá como la salida natural que hasta ahora buscamos inútilmente para el impasse.
Vivimos hasta ahora en un torniquete de contradicciones alimentadas por groseros e inhumanos intereses inmediatistas. El mundo se presenta en una fase de renovación cultural, política y social, poblado por nuevas generaciones que ansían por el futuro y se encuentran oprimidas y marginalizadas por el dominio arbitrario de los viejos, dolorosamente apegados a vicios incurables de un pasado en escombros.
La prudencia miedosa de los viejos y el anacronismo fatal de sus ideas, de sus supersticiones y de su apego desesperado a la vida como ella fue y no como ella es, aplastan bajo la presión de la mentalidad anticuada apoyada en el dominio de las estructuras tradicionalmente montadas de los dispositivos de seguridad.
Esta situación negativa es transitoria, en virtud de la muerte, que renueva a las generaciones, mas prolongándose en estos dispositivos garantiza la prolongación indefinida de la situación, al mismo tiempo en que las nuevas generaciones, marginalizadas políticamente, no disponen de experiencias y conocimientos para enfrentar a los dominadores, cayendo en la apatía y el desinterés por la vida pública.
Esta situación se agrava con la ocurrencia de intentos generalmente ingenuos e inconsecuentes de jóvenes explorados por grupos violentos, lo que provoca el desencadenamiento de represión oficial, generalmente seguida de actos terroristas.
Es lo que se ve, principalmente, en los países europeos arrasados material y espiritualmente por la segunda guerra mundial.
Este impasse internacional solo podrá ser roto por medidas y actitudes válidas de gobiernos de las naciones en que el choque
de mentalidades antagónicas no ha llegado a producir estragos materiales y morales irrecuperables.
Mucho puede contribuir para restablecer un estado normal en las instituciones culturales, a través de cursos y divulgaciones, por los medios de comunicación organizados y dados por especialistas hábiles.
La Educación para la Muerte, dada en las escuelas de todos los grados, no como materia independiente, sino ligada a todas
las materias de los cursos, insistiendo en el estudio de los problemas existenciales, irá despertando las consciencias, a través
de datos científicos positivos, para la comprensión más clara y racional de los problemas de la vida y de la muerte.
Todo el empeño debería concentrarse en la orientación ética de la vida humana, basada en el derecho a la vida comunitaria libre, en que todos los ciudadanos puedan gozar de las franquicias sociales sin restricciones de orden social, político, cultural, racial o de
castas.
Lo importante será demostrar, objetivamente, que la vida es el camino de la muerte, pero que la muerte no es el final de la
existencia humana, pues esta prosigue en las hipóstasis espirituales del universo, en las cuales el espíritu se renueva moralmente
y se prepara con vistas a nuevas encarnaciones en la línea de la evolución óntica de la Humanidad.
Nacimiento y muerte son fenómenos biológicos que se interpenetran. La vida y la muerte constituyen el elemento básico de
todas las vidas, que, por esto mismo, son también mortales.
El infierno mitológico de los paganos debería haber desaparecido con el advenimiento del Cristianismo, pero fue sustituido por el
infierno cristiano, más cruel y feroz que el pagano.
Las plañideras antiguas dejaron de llorar profesionalmente en los velorios, mas las ceremonias funerales de la Iglesia sustituyeron de manera más desgarradora y desesperada, con pompas sombrías y latinajos lastimeros, prolongados en semanas y meses, el lamento por aquellos que apenas cumplieran una ley natural de la vida.
La idea trágica de la muerte sobrevive en nuestro tiempo, a pesar del avance de las Ciencias y del desenvolvimiento general de la
Cultura. Hace millones de años que morimos y aún no aprendemos que vida y muerte son ocurrencias naturales.
Y las religiones de la muerte, que vampirescamente viven de los gordos rendimientos de las celebraciones fúnebres y de los rezos indefinidamente pagados por los familiares y amigos de los muertos, se empeñan en un combate contra quienes pesquisan y revelan el verdadero sentido de la muerte.
La idea fija de que la muerte es el final y el terror de las condenas después de la muerte sustentan este comercio necrófilo en todo el mundo.
Contra este comercio simoniaco será necesario que se desarrolle la Educación para la Muerte, que, restableciendo la naturalidad del fenómeno, dará a los hombres la visión consoladora y plena de esperanzas reales de la continuidad natural de la vida en las
dimensiones espirituales y la certeza de los retornos a través del proceso biológico de la reencarnación, claramente enseñado en
los propios Evangelios.
Conociendo el mecanismo de la vida, en que nacimiento y muerte se reversan incesantemente, los instintos de muerte y sus impulsos criminales se atenuarán hasta desaparecer por completo.
Los deseos malsanos de extinción de la vida, que originan los suicidios, los asesinatos y las guerras,
tenderán a transformarse en los instintos de la vida. La esperanza y la confianza en Dios, como también la confianza en la vida
y en las leyes naturales, crearán un nuevo clima en el planeta, hoy devastado por la desesperación humana.
El miedo y la desesperación desaparecerán con el esclarecimiento racional y científico del misterio de la muerte, este enigma que la resurrección de Jesús y sus enseñanzas, como también las del Apóstol Pablo, ya deberían haber esclarecido hace dos mil años.