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14 enero 2022

ESPIRITISMO Y PROGRESO

 CONTRIBUCIÓN DEL ESPIRITISMO AL PROGRESO DE LA HUMANIDAD




(…)Cuando los Espíritus han adquirido en un mundo cualquiera la suma de progresos que el estado de este mundo permite, lo abandonan para encarnarse en otro más adelantado, donde adquieren nuevos conocimientos, y así sucesivamente hasta que no siéndoles necesaria la encarnación en un cuerpo material, viven exclusivamente de la vida espiritual, no dejando por eso de progresar, si bien en otro sentido y por otros medios.



Llegados a la cumbre del progreso, gozan de la suprema felicidad y son admitidos en los consejos del Todopoderoso, saben sus pensamientos y son sus mensajeros y ministros directos para el gobierno de los mundos, teniendo a sus órdenes los demás Espíritus, en diferentes grados de perfeccionamiento.



(…)El hombre tiene una acción directa así sobre las cosas como sobre las personas que le rodean. A menudo una persona de la que poco caso se hace, ejerce una influencia decisiva sobre otras que tienen una reputación muy superior. Depende esto de que, en la tierra, se ven más caretas que caras, y de que los ojos están deslumbrados por la vanidad, el interés personal y todas las malas pasiones. La experiencia demuestra que puede obrarse en el espíritu de los hombres a pesar suyo.



Un pensamiento superior, fuertemente pensado, valga la redundancia, puede, según su fuerza y elevación, impresionar más o menos lejos a hombres que ninguna conciencia tienen del modo como a ellos ha llegado, de la misma manera que el que lo emite no tiene conciencia del efecto producido por su emisión.



Este es un funcionamiento constante de las inteligencias humanas y de su acción reciproca. Unid a esto la acción de los desencarnados, y calculad, si podéis, la potencia incalculable de esa fuerza compuesta de tantas otras reunidas.



¡Si se pudiese sospechar el mecanismo inmenso que el pensamiento pone en juego, y los efectos que produce de individuo a individuo, de grupo a grupo, y la acción universal de los pensamientos de unos hombres sobre otros, quedaríamos deslumbrados! Nos sentiríamos anonadados ante esa infinidad de detalles, ante esas innumerables redes enlazadas entre si por una poderosa voluntad, y obrando armónicamente para alcanzar un objeto único: el progreso universal.


Por medio de la telegrafía del pensamiento el hombre apreciará en todo su valor, la ley de la solidaridad, reflexionando que no hay un pensamiento, sea criminal, sea virtuoso, que no tenga una acción real sobre el conjunto de los pensamientos humanos y sobre cada uno de ellos.



Y si el egoísmo le hiciese desconocer las consecuencias para otro de un pensamiento perverso que le sea personal, será inducido por ese mismo egoísmo a pensar bien, para aumentar el nivel moral general, pensando en las consecuencias que a él le resultarían del pensamiento malo de otro.



¿No son consecuencia de la telegrafía del pensamiento esos choques misteriosos que proceden de la alegría o sufrimiento de una persona querida, alejada de nosotros? ¿No es a un fenómeno del mismo género que debemos los sentimientos de simpatía o repulsión, que nos arrastran hacia ciertos Espíritus y nos alejan de otros? Ciertamente es este un campo inmenso para el estudio y la observación; pero del que solo los contornos podemos descubrir. El estudio de los detalles será consecuencia de un conocimiento más completo de las leyes que rigen la acción de unos fluidos sobre otros.




También hoy, nadie puede negarlo, el mundo está en un período de transición, solicitado por las costumbres rancias, por las creencias insuficientes del pasado, y las nuevas verdades que progresivamente le son descubiertas. Como el arte cristiano sucedió al pagano, transformándolo, el arte espiritista será complemento y transformación del arte cristiano.



En efecto, el Espiritismo nos demuestra el porvenir bajo un nuevo aspecto más a nuestro alcance. Según él, la dicha esta más cerca de nosotros, esta a nuestro lado, en los Espíritus que nos rodean y que nunca han cesado de relacionarse con nosotros. La moral de los elegidos y de los condenados no está aislada; existe incesante solidaridad entre el cielo y la tierra, entre todos los mundos de todos los universos; la dicha consiste en el mutuo amor de todas las criaturas llegadas a la perfección y en la constante actividad cuyo objeto es el de instruir y conducir hacia aquella misma perfección a los que están atrasados.



El infierno esta en el corazón del mismo culpable que halla castigo en sus propios remordimientos, pero no es eterno, y el perverso, entrando en el camino del arrepentimiento, encuentra la esperanza, sublime consuelo de los desgraciados.



Si, es cierto que la especie parece que degenera, que se bastardea; las enfermedades se apoderan de vosotros antes de la vejez; hasta la misma infancia padece sufrimientos que por punto general acostumbran a pertenecer a otra edad de la vida, pero todo eso es una transición.



Vuestra época es mala; concluye y da a luz; concluye un periodo doloroso y da a luz una poca de regeneración física, de adelanto moral, de progreso intelectual. La raza nueva de que ya he hablado, tendrá más facultades, más resortes a disposición del Espíritu; será mayor, más fuerte, más bella.



Desde el primer momento, se pondrá en armonía con las riquezas de la creación, que vuestra raza indolente y fatigada desdeña o ignora; vosotros habréis hecho grandes cosas para ella, que aprovechar y marchar por el camino de los descubrimientos y perfeccionamientos, con un ardor febril cuya potencia no conocéis.



Más adelantados también en bondad, vuestros descendientes harán lo que vosotros no habéis sabido hacer de esa desgraciada tierra, es a saber: un mundo feliz, en el que ni el pobre será rechazado, ni despreciado, sino socorrido por instituciones amplias y liberales. Ya se dibuja la aurora de estos pensamientos; su luz nos llega por momentos.



He ahí, amigos, el día en que la claridad brillará en la oscura y miserable tierra; en que la raza será buena y bella según el grado de adelanto que haya conquistado; en que el sello estampado en la frente del hombre no será ya el de la reprobación, sino el de la alegría y la esperanza.



Entonces una multitud de Espíritus adelantados se colocarán entre los colonos de esa tierra, y como que estarán en mayoría, todo cederá ante ellos. La renovación tendrá lugar y la faz del globo será cambiada porque esa raza será grande y poderosa, y el momento en que aparezca señalar el principio de los tiempos felices.- (Obras Póstumas. Creación. Allan Kardec)



El espíritu encarnado está obligado a proveer de alimento a su cuerpo y a luchar por su seguridad y bienestar, y en esta búsqueda ejercitará y desarrollará sus facultades. Su unión con la materia es útil para su adelanto, razón por la cual la encarnación es una necesidad.



Además, debido al trabajo inteligente que realiza sobre la materia en beneficio propio, ayuda a la transformación y al progreso material del planeta que habita y así es como, al mismo tiempo que labra su propio adelanto, coopera con la obra del Creador, de quien es un agente inconsciente.



Sin embargo, la encarnación del espíritu no es constante ni perpetua, sino transitoria. Al dejar el cuerpo no toma otro instantáneamente, ni tampoco durante un lapso más o menos considerable; vive la vida del espíritu, que es su vida normal, de manera que la suma del tiempo transcurrido durante las diferentes encarnaciones es poca cosa comparada con el tiempo que pasa en estado de espíritu libre.



En el intervalo entre una encarnación y otra, el espíritu también progresa, pues aprovecha, para su adelanto, los conocimientos y la experiencia adquiridos durante la vida corporal. Examina lo hecho durante su estancia en la Tierra, pasa revista a todo lo que ha aprendido, reconoce sus faltas, traza sus planes y toma las resoluciones, con cuya ayuda espera guiarse en una nueva existencia y en un nuevo intento por mejorar. Cada existencia es un paso hacia adelante en la vía del progreso, una especie de escuela de aplicación.



Usualmente, la encarnación no es un castigo, tal cual algunos piensan, sino una condición inherente a la inferioridad del espíritu, así como un medio para progresar (El Cielo y el Infierno, cap. III, n.º 8 y ss., Primera Parte).



A medida que el espíritu progresa moralmente, se va desmaterializando, es decir, que al sustraerse a la influencia de la materia se depura. Su vida se espiritualiza, sus facultades y percepciones aumentan, mientras que su felicidad será proporcional al progreso realizado. Pero, como actúa en virtud de su libre arbitrio puede, por negligencia o mala voluntad, retardar su adelanto.



Prolonga, consecuentemente, la duración de sus encarnaciones, las cuales se convertirán en un castigo conforme a sus faltas, por lo que permanecerá en los grados inferiores obligado a recomenzar la tarea. Depende del espíritu, pues, abreviar con su trabajo de depuración de sí mismo la duración del período de encarnaciones.



El progreso material de un planeta guarda íntima conexión con el progreso moral de sus habitantes. Ahora bien, como la creación, tanto de mundos como de espíritus, es incesante, y como éstos aceleran o retardan su progreso en virtud de su libre arbitrio, resulta que hay mundos más o menos antiguos y con diferentes grados de progreso moral y físico, de lo cual dependerá lo materializada de la encarnación y la rudeza del trabajo.



Desde este punto de vista, la Tierra es uno de los planetas menos adelantados; poblado por espíritus relativamente inferiores, la vida corporal en él es más penosa que en otros mundos. Pero existen también moradas más atrasadas donde la vida es aún más dificultosa. Los habitantes de esos mundos considerarían a la Tierra un lugar de felicidad.



Cuando los espíritus han adquirido en un planeta la suma del progreso que el estado del mismo permite, lo abandonan para encarnar en otro más adelantado en el que podrán adquirir nuevos conocimientos, y así sucesivamente, hasta que la encarnación en un cuerpo material ya no sea necesaria y vivan exclusivamente en el mundo espírita, en el que seguirán progresando todavía en otro sentido y por otros medios.



Al alcanzar el punto culminante del progreso, gozan ya de la suprema felicidad. Integrando los consejos del Todopoderoso, conocen su pensamiento y se convierten en sus mensajeros y ministros directos en el gobierno de los mundos, teniendo bajo sus órdenes a espíritus de todas las categorías.



Es así que todos los espíritus, encarnados o desencarnados, sin importar el grado jerárquico al que pertenezcan, desde el último hasta el primero poseen atribuciones en el gran mecanismo universal. Todos son útiles al conjunto, al mismo tiempo que lo son para con ellos mismos. A los menos adelantados corresponden tareas materiales, en un principio inconsciente, mas con el tiempo inteligentes.



Por doquier hay actividad en el mundo espírita, pues la holgazanería inútil no existe. La colectividad de espíritus es, en cierta forma, el alma del Universo. Ella conforma el elemento espiritual que actúa en todo y por doquier impulsada por el pensamiento divino. Sin este elemento, sólo la materia inerte existiría, sin finalidad ni inteligencia y sin otro motor que las fuerzas materiales, que dejarían una enorme cantidad de problemas por resolver.



En cambio, si tomamos en cuenta la acción del elemento espiritual individualizado, todo tiene una meta, una razón de ser, todo se explica. Contrariamente, si no tomamos en cuenta al factor espiritual se tropieza con dificultades insalvables.



Considerad que las almas actuales ya vivieron en un tiempo pasado; que pudieron ser bárbaras, como el siglo que las engendró, mas han progresado, y como en cada nueva existencia traen lo adquirido en vidas anteriores, las almas de los tiempos civilizados no son creadas más perfectas, sino que se fueron perfeccionando por sí mismas con el transcurso del tiempo, con lo que tendréis la única explicación lógica de la causa del progreso social (El libro de los Espíritus, cap. IV y V, Libro Segundo).




Algunas personas piensan que las diferentes existencias del alma se llevan a cabo en diferentes mundos, y no en un mismo globo, y que en cada uno de ellos el espíritu vivirá sólo una vez. Esta doctrina sería admisible si todos los habitantes de la Tierra poseyesen un mismo nivel intelectual y moral, pues entonces para continuar progresando deberían ir, indefectiblemente, a otro mundo, ya que su reencarnación en la Tierra sería inútil; pero todos sabemos que Dios no hace nada inútil.



Dado que en la Tierra encontramos todos los grados de inteligencia y moralidad, desde el salvajismo cercano a la animalidad hasta la civilización más avanzada, y que la Tierra ofrece un vasto campo al progreso, uno se pregunta: ¿Por qué el salvaje iría a buscar en otro sitio el grado superior cuando lo tiene a su lado en escala progresiva? ¿Por qué el hombre civilizado habría de pasar sus primeras etapas en mundos inferiores, mientras que otros análogos a esos mundos se hallan alrededor suyo, comprobándose, además, que se puede progresar no sólo pasando de un pueblo a otro, sino permaneciendo en el mismo pueblo y hasta en el mismo núcleo familiar?



De no ser así, Dios habría realizado un acto inútil al colocar la ignorancia y el saber, la barbarie y la civilización, el bien y el mal conviviendo unidos, cuando es precisamente ese contacto el que ayuda a los atrasados a avanzar.



No hay necesidad de que los hombres cambien de mundos en cada etapa, así como a un escolar no le es preciso cambiar de escuela todos los años. Lejos de ser esto una ventaja para el progreso, sería una traba, ya que el espíritu estaría privado del ejemplo que le ofrece la visión de los grados superiores y no tendría la posibilidad de repasar sus errores en el mismo medio y ante quienes hubiese ofendido, posibilidad que constituye para él el más poderoso medio de adelanto moral. Si después de una corta cohabitación los espíritus se dispersasen, mostrándose extraños unos con otros, los lazos de familia y amistad no tendrían tiempo suficiente para consolidarse y serían rotos.




En todas esas encarnaciones debería hacer nuevos aprendizajes, constituyendo esos cambios incesantes un obstáculo para su progreso. El espíritu debe permanecer en el mismo mundo hasta que haya adquirido la suma de los conocimientos y el grado de perfección que él le pueda ofrecer.



El principio es el siguiente: Los espíritus abandonan un mundo por otro más adelantado, cuando el que habitaban ya no les brinda más posibilidades de progreso. Si algunos lo abandonan antes, se debe a causas individuales que Dios en su sabiduría toma en cuenta.



Todo tiene su finalidad en la Creación. Si no fuese así, Dios no sería sabio ni prudente. Si la Tierra sólo fuese una única etapa en el progreso de cada individuo, ¿qué utilidad tendría para los niños que mueren a edad temprana venir a pasar algunos años, meses u horas en la Tierra, si ese tiempo insuficiente les impedirá adquirir nuevos conocimientos? Lo mismo podemos decir con respecto a los idiotas y retrasados mentales. Una teoría no es buena si no resuelve todos los problemas que a ella atañen.



El problema de las muertes prematuras fue un escollo para todas las doctrinas, salvo para la Doctrina Espírita, que lo resolvió de una manera racional y completa. Para quienes realizan un progreso normal, hay una gran ventaja en el hecho de volver a hallarse en el mismo medio para continuar lo que dejaron inconcluso, a menudo en la misma familia o en contacto con las mismas personas, o bien para reparar el mal que hayan podido hacer o para sufrir la ley del talión.



Debemos considerar, pues, a las plagas destructoras y a los cataclismos como medios de llegadas y partidas colectivas, como actos providenciales para renovar la población corporal del planeta y para fortalecerla mediante la introducción de elementos espirituales más depurados.




Si en esas catástrofes se produce una destrucción muy grande de cuerpos, sólo habrá vestiduras rasgadas, pero ningún espíritu perecerá: se limitarán a cambiar de ambiente. La diferencia reside en que en vez de partir aisladamente abandonan la Tierra en gran número, ya que aunque partan por una causa o por otra, fatalmente, tarde o temprano, deberán hacerlo.



Las renovaciones rápidas y casi instantáneas que se operan en el elemento espiritual de la población, como consecuencia de las catástrofes destructoras, apuran el progreso social. Sin las emigraciones e inmigraciones que se producen de tiempo en tiempo para impulsar con fuerza a la Humanidad, ésta marcharía con extremada lentitud.



Es notable que las grandes calamidades que diezman a las poblaciones sean seguidas siempre por una era de progreso en el orden físico, intelectual o moral y, como consecuencia, en el estado social de las naciones donde esas catástrofes ocurrieron. La finalidad de estos hechos es operar una transformación en la población espiritual, que es la población normal y activa del planeta.



Esta transfusión que se opera entre la población encarnada y la población desencarnada de un mismo globo se realiza igualmente entre los mundos, ya sea individualmente, en condiciones normales, o en masa, en circunstancias especiales.



Por lo tanto, hay emigraciones e inmigraciones colectivas de unos mundos a otros. Así se produce la introducción de elementos enteramente nuevos en la población de un mundo. Al mestizarse las nuevas razas de espíritus con las ya existentes, emergerán nuevas razas de hombres.



Como los espíritus no pierden nunca lo ya adquirido, traen con ellos la inteligencia y la intuición de los conocimientos que poseen. En consecuencia, imprimen su sello a la raza corporal que llegan para animar. No es necesario crear nuevos cuerpos especialmente para ellos; como la especie corporal existe, encontrarán cuerpos listos para recibirlos. Simplemente se trata de nuevos habitantes; en un comienzo formarán parte de la población espiritual, luego encarnarán como los demás.



Los mundos progresan físicamente por la elaboración de la materia y moralmente por la depuración de los espíritus que en ellos viven. La felicidad está en relación directa con el predominio del bien sobre el mal, y a su vez, el predominio del bien es producto del adelanto moral de los espíritus. El progreso intelectual no basta, ya que con la inteligencia pueden hacer el mal.



Cuando un mundo llega a uno de esos períodos de transformación que lo hará ascender de jerarquía, se operan mutaciones en su población encarnada y desencarnada; es entonces cuando ocurren las grandes emigraciones e inmigraciones. 


Quienes, a pesar de su inteligencia y su saber, perseveran en el mal, en su rebeldía contra Dios y sus leyes, son una traba para el progreso moral ulterior, una causa permanente de inquietud para el reposo y la felicidad de los buenos; razón por la que son excluidos y enviados a mundos donde aplicarán su inteligencia y la intuición de los conocimientos adquiridos para ayudar a progresar a quienes los rodean, al mismo tiempo que expiarán, a través de una serie de penosas existencias, caracterizadas por el trabajo duro, sus faltas pasadas y su endurecimiento voluntario.



¿Qué papel desempeñarán ellos en medio de esos pueblos aún en la infancia de la barbarie, si no es el de ángeles o espíritus caídos enviados en misión expiatoria? ¿Acaso no será para ellos un paraíso perdido el mundo del cual fueron expulsados? Y tal morada, ¿no sería para ellos un lugar de delicias, en comparación con el medio ingrato en el cual se encontrarán relegados durante miles de siglos, hasta que hayan merecido su liberación? El vago recuerdo intuitivo que conserven será para ellos como un espejismo lejano que les recordará lo que han perdido por su falta.



Al mismo tiempo que los malos abandonan el mundo que habitaban, otros espíritus mejores los reemplazan. Para éstos, que llegan de un mundo menos avanzado, al que dejaron gracias a sus propios méritos, el nuevo hogar será una recompensa. Así es como la población espiritual se renueva y purga de sus peores elementos, con lo cual el estado moral del mundo mejora. Estas mutaciones a veces son parciales, es decir, limitadas a un pueblo, a una raza; otras veces son generales, mas esto acontece cuando el período de renovación llega para el mundo.




La raza adámica presenta todos los caracteres de una raza proscrita. Los espíritus que la componen fueron exiliados en la Tierra, ya poblada, pero por hombres primitivos, inmersos en la ignorancia, a quienes debía hacer progresar llevándoles las luces de una inteligencia desarrollada.



¿Y acaso no es tal el papel desempeñado por esa raza hasta el presente? Su superioridad intelectual prueba que el mundo de donde provenía era más avanzado que la Tierra. Pero ese mundo estaba a punto de entrar en una nueva fase de progreso y esos espíritus, debido a su obstinación, no supieron adaptarse a las nuevas condiciones. Su desubicación hubiera significado un obstáculo para la marcha providencial de los acontecimientos. Por este motivo fueron excluidos, al tiempo que otros merecieron ocupar sus lugares.



Al relegar a esta raza a un mundo de trabajo y sufrimientos, Dios tuvo razón en decir: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. En su mansedumbre, le prometió que le enviaría un Salvador, quien le señalaría la ruta a seguir para poder escapar de este lugar de miserias, de este infierno, y alcanzar la bienaventuranza de los elegidos.




Este Salvador, que Él envió en persona de Cristo, enseñó la ley de amor y caridad, desconocida por ellos, la que debía ser la verdadera áncora de su salvación. Para lograr que la Humanidad avance en determinado sentido, espíritus superiores, aunque sin alcanzar las cualidades de Cristo, encarnan de tiempo en tiempo sobre la Tierra para llevar a cabo misiones especiales, las que ayudarán al mismo tiempo a su progreso personal si las cumplen de acuerdo con los designios del Creador.



Decid que todas esas almas formaban parte de la colonia de espíritus exiliados en la Tierra en tiempos de Adán y que se hallaban mancilladas por los vicios que motivaron su exclusión de un mundo mejor, y tendréis la única interpretación racional del pecado original, pecado propio de cada individuo y no el producto de la responsabilidad de la falta de un tercero a quien jamás se ha conocido. Decid que esas almas, o espíritus, renacen en la Tierra incorporadas en la vida material en múltiples oportunidades para progresar y depurarse y que Cristo llegó para iluminar a esas mismas almas, no sólo en razón de sus vidas pasadas, sino en vista de sus existencias ulteriores, y únicamente entonces daréis a su misión la dimensión real y formal que puede ser aceptada por la razón.



Un ejemplo cotidiano, sorprendente por su analogía, hará más comprensible aún el significado de los principios que acabamos de exponer: El 24 de mayo de 1861 la fragata Ifigenia llegaba a Nueva Caledonia llevando consigo una compañía disciplinaria compuesta por 291 hombres. El comandante de la colonia les leyó en el momento de su llegada la orden del día, redactada en los términos que siguen: “Al llegar a esta tierra lejana, vosotros ya habéis comprendido el papel que os está reservado. “Siguiendo el ejemplo de los valientes marinos que trabajan a vuestro lado, nos ayudaréis a llevar con hidalguía, a las tribus salvajes de la Nueva Caledonia, la antorcha de la civilización.



¿No es acaso la vuestra una hermosa y noble misión? Creo que la cumpliréis dignamente. “Escuchad las órdenes y los consejos de vuestros superiores. Yo soy su cabeza; deseo que entendáis bien mis palabras.



La elección de vuestro comandante, oficiales, suboficiales y cabos constituye una garantía segura de los esfuerzos que se intentarán para hacer de vosotros excelentes soldados. Es más, para elevaros a la altura de buenos ciudadanos y transformaros en colonos honorables si así lo deseáis.



Vuestra disciplina será severa; debe serlo. Puesta en nuestras manos, será firme e inflexible, sabedlo bien; mas también, justa y paternal; ella sabrá distinguir el error del vicio y de la degradación...”



A estos hombres, expulsados por su mala conducta de un país civilizado y enviados en castigo a convivir con un pueblo bárbaro, ¿qué les dice su jefe? “Habéis infringido las leyes de vuestro país; allí fuisteis causa de inquietud y escándalo; fuisteis expulsados. Os envían aquí, pero podréis redimiros de vuestro pasado mediante el trabajo; podréis crearos una posición honorable y convertiros en honestos ciudadanos. Tenéis una hermosa misión que cumplir: civilizar tribus salvajes. La disciplina será severa, pero justa, pues sabremos distinguir a quienes se conduzcan correctamente. Vuestro destino depende de vosotros; podéis mejorarlo si así lo deseáis, ya que poseéis vuestro libre arbitrio.”



Para esos hombres relegados en medio de la barbarie, ¿no es acaso la madre patria un paraíso perdido por sus faltas y su rebelión contra la ley? En esa tierra lejana, ¿no son ellos ángeles caídos? ¿Las palabras del comandante no se asemejan a las que Dios formuló a los espíritus exiliados en la Tierra?: “Habéis desobedecido mis leyes, y es por eso que os he exiliado del mundo donde hubierais podido vivir felices y en paz. Aquí estaréis condenados a trabajar, mas podréis, por vuestra buena conducta, merecer el perdón y reconquistar la patria que habéis perdido por vuestra falta, es decir, el cielo.”



En un primer momento, la idea de decadencia parece encontrar en contradicción con el principio que establece que los espíritus no pueden retroceder. Mas es necesario pensar que no se trata de un regreso al estado primitivo.



El espíritu, aunque en una posición inferior, no pierde nada de lo que ya ha adquirido, su desarrollo moral e intelectual es el mismo, sea cual fuere el medio en el que se halle. Está en la misma posición del hombre de mundo condenado a la cárcel por sus fechorías. Ciertamente, se halla degradado, venido a menos en lo que respecta a su situación social, mas no se volverá ni más estúpido ni más ignorante.



¿Podemos pensar acaso que esos hombres enviados a Nueva Caledonia van a transformarse de repente en modelos de virtud, que van a abjurar de golpe de sus errores pasados? Para pensar así, sería preciso no conocer a la Humanidad. Por la misma razón, los espíritus de la raza adámica, una vez trasplantados en esta tierra de exilio no se despojaron inmediatamente de su orgullo y malos instintos; mucho tiempo aún conservaron sus tendencias originales, un resto del antiguo cáncer, pues bien, ¿no es ése el pecado original?




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