De "El Evangelio según el Espiritismo" por Allan Kardec
Es el más perfecto modelo de concisión, verdadera obra maestra de sublimidad es su sencillez.
En efecto, a pesar de su brevedad, resume todos los deberes del hombre para
con Dios, para consigo mismo y para con el prójimo: encierra una profesión de
fe, un acto de adoración y de sumisión, la petición de las cosas necesarias a
la vida, y al principio de caridad.
Dedicarla hacia alguien, es pedir para él/ella lo que pediríamos para
nosotr@s mism@s.
Sin embargo, en razón mismo de su brevedad, el sentido profundo encerrado
en algunas palabras de las que se compone, pasa desapercibido para la mayor
parte; generalmente se dice sin dirigir el pensamiento sobre las aplicaciones
de cada una de sus partes; se dice como una fórmula cuya eficacia es
proporcionada al número de veces que se repite; así es que casi siempre es el
número cabalístico de tres, siete, o nueve, sacados de la antigua creencia
supersticiosa que atribuía una virtud a los números, y que se usaba en las operaciones de la magia.
Para suplir el vacío que la concisión de esta oración deja en el
pensamiento, según el consejo y con la asistencia de los buenos espíritus, se
ha añadido a cada proposición un comentario que desarrolla su sentido y
enseñanza sus aplicaciones. Según las circunstancias y el tiempo disponible, se
puede decir la oración dominical “sencillamente o comentada”.
Oración .-
I. “¡ Padre nuestro que estás en los cielos santificado sea tu nombre!”
Creemos en vos , Señor, porque todo revela vuestro poder y vuestra
bondad: La armonía del Universo
atestigua una sabiduría, una prudencia y una previsión tales, que sobre pujan a
todas las facultades humanas, el nombre de un ser soberanamente grande y sabio
está inscripto en todas las obras de la creación, desde la hebra de la más
pequeña planta y desde el más pequeño insecto, hasta los astros que se mueven
en el espacio; en todas partes vemos la prueba de una solicitud paternal, por eso
es ciego el que no os reconoce en vuestras obras, orgulloso el que no os
glorifica, e ingrato el que no os da las gracias.
II. “¡ Venga a nos tu reino!”
Señor, habéis dado a los hombres leyes llenas de sabiduría, que producirían
su felicidad si las observasen; con esas leyes harían reinar entre ellos la paz
y la justicia, se ayudarían mutuamente en vez de perjudicarse como lo hacen, el
fuerte sostendría al débil y no lo abatiría, evitando los males que engendran
los abusos y los excesos de todas
clases. Todas las miserias de la tierra tienen su origen en la violación de
vuestras leyes, porque no hay una sola infracción que no tenga fatales
consecuencias.
Habéis dado al bruto el instinto que le traza el límite de lo necesario, y
maquinalmente se conforma a él; pero al hombre además de su instinto, le habéis dado la inteligencia y la razón; le
habéis dado también la libertad de observar o de infringir aquellas de vuestras
leyes que le conciernen personalmente, esto es, de elegir entre el bien y el
mal, a fin de que tengan el mérito y la responsabilidad de sus acciones.
Nadie puede alegar que ignora vuestras leyes, porque en vuestro cariño
habéis querido que estuviesen grabadas en
la conciencia de cada uno, sin distinción de cultos ni de naciones; los que las violan es porque os desconocen.
Vendrá un día, según vuestra promesa, en que todos las practicarán;
entonces la incredulidad habrá desaparecido; todos os reconocerán como el
Soberano Señor de todas las cosas, y el reino de vuestras leyes será vuestro reino
en la Tierra.
Dignaos, Señor, activar su advenimiento dando a los hombres la luz
necesaria para que se conduzcan por el camino de la verdad.
III. “Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo!”.
Si la sumisión es un deber del hijo para con su padre y del inferior para
con su superior ¡cuándo más grande debe ser la de la criatura para con su
Creador! Hacer vuestra voluntad, Señor, es observar vuestras leyes y someterse
sin murmurar a vuestros divinos decretos;
el hombre se someterá a ellos, cuando comprenda que sois origen de toda
sabiduría, y que sin vos nada puede; entonces realizará vuestra voluntad en la
Tierra, como los elegidos en el Cielo.
IV. “El pan nuestro de cada día, dádnosle hoy”.
Dadnos el alimento para conservar las fuerzas del cuerpo; dadnos también el
alimento espiritual para el desarrollo de nuestro espíritu.
El bruto encuentra su alimento; pero el hombre lo debe a su propia
actividad y a los recursos de su inteligencia porque vos le habéis creado
libre.
Vos le habéis dicho: “Extraerás tu alimento de la tierra con el sudor de tu
frente”; por eso habéis hecho una obligación del trabajo a fin de que
ejercitara su inteligencia buscando los medios de proveer a su necesidad y a su
bienestar; los unos por el trabajo material, y los otros por el trabajo
intelectual; sin trabajo quedaría estacionado y no podría aspirar a la
felicidad de los espíritus superiores.
Vos secundáis al hombre de buena
voluntad que confía en vos para lo necesario, pero no al hombre que se complace
en la ociosidad, que todo quisiera obtenerlo sin pena, ni al que busca lo
superfluo. (“El Evangelio según el Espiritismo” Cap. XXV).
¡Cuántos hay que sucumben por su propia falta, por su injuria, por su
imprevisión o por su ambición, y por no haber querido contentarse con lo que
les habéis dado! Esos son los artífices de su propio infortunio, y no tienen
derecho de quejarse, porque son castigados por donde han pecado. Pero ni aún a
esos abandonáis porque sois infinitamente misericordioso, sino que les tendéis una mano caritativa desde
el momento en que, como el hijo pródigo, vuelve sinceramente a vos. (“El
Evangelio según el Espiritismo” Cap. V, núm. 4).
Antes de quejarnos de nuestra suerte, preguntémonos si es producto de
nuestras propias acciones: a cada desgracia que nos sucede, preguntémonos si
hubiese de pendido de nosotros el evitarla: pero digamos también que Dios nos
ha dado la inteligencia para salir del atolladero, y que de nosotros depende el
hacer uso de ella.
Puesto que la ley del trabajo es la condición del hombre en la tierra,
dadnos ánimo y fuerza para cumplirla; dadnos también prudencia, previsión y
moderación, con el fin de no perder el fruto de este trabajo.
Dadnos, pues, Señor, nuestro pan de cada día, es decir, los medios de
adquirir con el trabajo las cosas necesarias a la vida, porque nadie tiene
derecho de reclamar lo superfluo.
Si nos es imposible trabajar, confiamos en vuestra Divina Providencia.
Si entra en vuestros
designios el probarnos por las más duras privaciones, a pesar de nuestros
esfuerzos, las aceptamos como justa expiación de las faltas que hayamos podido
cometer en esta vida o en una vida precedente, porque vos sois justo; sabemos
que no hay penas inmerecidas, y que jamás castigáis sin causa.
Preservadnos, Dios mío, de
concebir la envidia contra los que poseen lo que nosotros no tenemos, ni contra
aquellos que tienen lo superfluo cuando a nosotros nos hace falta lo necesario.
Perdonadles si olvidan la ley de caridad y de amor al prójimo que les habéis
enseñado. (“El Evangelio según el Espiritismo” Cap. XVI, núm. 8).
Separad también de nuestro
espíritu el pensamiento de negar vuestra justicia, viendo prosperar al malo, y
al hombre de bien sumergido algunas veces en la desgracia. Gracias a las nuevas
luces que habéis tenido a bien darnos, sabemos ahora que vuestra justicia se
cumple siempre y no hace falta a nadie; que la prosperidad material del malo es
efímera, como su existencia corporal, y que sufrirá terribles contratiempos,
mientras que la alegría reservada al que sufre con resignación será eterna. (“El
Evangelio según el Espiritismo” Cap. V, núms. 7, 9, 12 y 18).
V. “Perdónanos nuestras
deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. –
Perdónanos nuestras
ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.”
Cada una de nuestras
infracciones a vuestras leyes, Señor, es una ofensa hacia vos, y una deuda
contraída que tarde o temprano tendrá que pagarse. Solicitamos la remisión de
ellas de vuestra infinita misericordia, y os prometemos hacer los debidos
esfuerzos para no contraer nuevas deudas.
Vos habéis hecho una ley
expresa de la caridad; pero la caridad no consiste sólo en asistir a su
semejante en la necesidad: consiste también en el olvido y en el perdón de las
ofensas. ¿ Con qué derecho reclamaríamos vuestra indulgencia, si nosotros
mismos faltásemos a ella con respecto a aquellos contra quienes tenemos motivos
de quejas?
Dadnos ¡ Dios mío! La
fuerza para ahogar en nuestra alma todo sentimiento, todo odio y rencor; “haced
que la muerte no nos sorprenda con un deseo de venganza en el corazón”. Si hoy
mismo os place el quitarnos la vida, haced que podamos presentarnos a vos puros
de toda animosidad, a ejemplo de Cristo, cuyas últimas palabras fueron de
clemencia para sus verdugos. “El Evangelio según el Espiritismo” (Cap. X).
Las persecuciones que nos
hacen sufrir los malos, son parte de nuestras pruebas y debemos aceptarlas sin
murmurar, como todas las otras pruebas y no maldecir a aquéllos que con sus
maldades nos facilitan la senda de la felicidad eterna, pues vos nos habéis
dicho por boca de Jesús: “¡ Felices los que sufren por la justicia!”.
Bendigamos, pues, la mano que nos hiere y nos humilla, porque las heridas del
cuerpo nos fortifican nuestra alma y seremos levantados de nuestra humildad. (“El
Evangelio según el Espiritismo” Cap. XII, núm. 4).
Bendito sea vuestro
nombre, Señor, por habernos enseñado que nuestra suerte no está
irrevocablemente fijada después de la muerte, y que encontraremos en otras
existencias los medios de rescatar y de reparar nuestras faltas pasadas,
cumpliendo en una nueva lo que no podemos hacer en ésta para nuestro
adelantamiento. (“El Evangelio según el Espiritismo” Cap. IV y V, núm. 5).
Con esto se explican, en
fin, todas las anomalías aparentes de la vida pues es la luz derramada sobre
nuestro pasado y nuestro porvenir, la señal resplandeciente de vuestra soberana
justicia y de vuestra bondad infinita.
VI. “No nos dejes caer en
la tentación, más líbranos de todo mal” (1).
Dadnos, Señor, fuerza para
resistir a las sugestiones de los malos espíritus que intentasen desviarnos del
camino del bien, inspirándonos malos pensamientos.
Pero nosotros mismos somos
espíritus imperfectos encarnados en la tierra para expiar y mejorarnos. La
causa primera del mal reside en nosotros, y los malos espíritus no hacen más
que aprovecharse de nuestras
inclinaciones viciosas, en las cuales nos mantienen para tentarnos.
Cada imperfección es una
puerta abierta a su influencia, mientras que son impotentes y renuncian a toda
tentativa contra los seres perfectos. Todo lo que nosotros podamos hacer para
separarlos, es inútil, si no les oponemos una voluntad inquebrantable en el
bien, renunciando absolutamente al mal. Es, pues, necesario, dirigir nuestros
esfuerzos hacia nosotros mismos, y entonces los malos espíritus se alejarán
naturalmente, porque el mal es el que los atrae, mientras que el bien los
rechaza. (Véase Oraciones para los obsesados del Evangelio según el Espiritismo).
Señor, sostenednos en
nuestra debilidad, inspirándonos por la voz de nuestros
Ángeles custodios y los
buenos espíritus, la voluntad de corregirnos de nuestras imperfecciones, con el
fin de cerrar a los espíritus impuros el acceso de nuestra alma. (Véase núm.11)
El mal no es obra vuestra,
Señor, porque el origen de todo bien nada malo puede engendrar, nosotros mismos
somos los que lo creamos infringiendo vuestras leyes por el mal uso que hacemos
de la libertad que nos habéis dado. Cuando los hombres observen vuestras leyes,
el mal desaparecerá de la tierra como ha desaparecido de los mundos más
avanzados.
El mal no es una necesidad
fatal para nadie, y sólo parece irresistible a aquellos que se abandonan a
él con complacencia. Si tenemos la
voluntad de hacerlo, podemos también la voluntad de hacer el bien, por eso, Dios
mío, pedimos vuestra asistencia y la de los buenos espíritus para resistir a la
tentación.
(1)
Algunas
traducciones dicen: “No nos induzcáis en la tentación” (et ne nos induces in
tentationem); esta expresión daría a
entender que la tentación viene de Dios, que él induce voluntariamente a los
hombres al mal; pensamiento blasfematorio que asimilaría Dios a Satanás, y no
puede haber sino el de Jesús. Por lo demás, está conforme con la doctrina
vulgar sobre la misión atribuida a los demonios. (Véase “Cielo e Infierno”,
cap. X : Los demonios).
VII. “Amén”.
¡ Haz, Señor, que nuestros
deseos se cumplan! Pero nos inclinamos ante vuestra sabiduría infinita. Sobre
todas las cosas que no nos es dado comprender, que se haga vuestra santa
voluntad, y no la nuestra, porque Vos sólo queréis nuestro bien y sabéis mejor
que nosotros lo que nos conviene.
Os dirigimos esta
plegaria, ¡ oh, Dios mío!, por nosotros mismos, por todas las almas que sufren,
encarnadas o desencarnadas, por nuestros amigos y enemigos, que por todos aquellos
que pidan nuestra asistencia, y en particular por (nombre)
Solicitamos, sobre todo,
vuestra misericordia y vuestra bendición.
Nota- Aquí se pueden
formular las gracias a Dios por lo que nos haya concedido, y lo que cada uno quiera
pedir para sí o para otr@. (Véanse más adelante las oraciones números 26 y 27
del Evangelio según el Espiritismo.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por sus Comentarios: