El hombre no procura elevarse sobre el hombre, sino sobre sí mismo, perfeccionándose. Su objetivo es alcanzar la categoría de los Espíritus puros, y ese deseo incesante no es un tormento, sino una noble ambición que lo hace estudiar con ardor para llegar a igualarse con ellos. Todos los sentimientos tiernos y elevados de la naturaleza humana se encuentran allí aumentados y purificados. Los odios, los celos mezquinos y las bajas codicias de la envidia son desconocidos.
Un lazo de amor y fraternidad une a todos los hombres, y los más fuertes ayudan a los más débiles. Poseen bienes en mayor o menor cantidad, según lo que han adquirido mediante su inteligencia, pero nadie sufre por la falta de lo necesario, porque nadie está allí en proceso de expiación. En una palabra, en esos mundos el mal no existe.
En vuestro mundo tenéis necesidad del mal para sentir el bien; de la noche, para admirar la luz; de la enfermedad, para apreciar la salud. En cambio, en los mundos felices esos contrastes no son necesarios. La eterna luz, la eterna belleza, la eterna serenidad del alma proporcionan una dicha eterna, que no es perturbada por las angustias de la vida material ni por el contacto con los malos, que allí no tienen acceso.
Es esto lo que el espíritu humano tiene mayor dificultad en comprender. Ha sido ingenioso para pintar los tormentos del Infierno, pero nunca pudo imaginarse los goces del Cielo. ¿Por qué? Porque al ser inferior, sólo ha sufrido penas y miserias, y jamás ha entrevisto las claridades celestiales. Sólo puede hablar de lo que conoce. No obstante, a medida que se eleva y se purifica, su horizonte se amplía y comprende el bien que está delante de sí, como ha comprendido el mal que dejó atrás.
Con todo, esos mundos afortunados no son mundos privilegiados, porque Dios no es parcial con ninguno de sus hijos. A todos confiere los mismos derechos y las mismas facilidades para llegar a ellos. A todos hace partir de un mismo punto, y no dota a unos más que a otros. Los primeros puestos son accesibles a todos: a ellos corresponde conquistarlos por medio del trabajo; a ellos corresponde alcanzarlos lo antes posible, o languidecer durante siglos y siglos en la hondonada de la humanidad. (Resumen de la enseñanza de todos los Espíritus superiores). (La Génesis)
El hombre progresa, y los males a los que se halla expuesto estimulan el ejercicio de su inteligencia y de sus facultades psíquicas y morales, incitándolo a la búsqueda de medios para sustraerse a las calamidades. Si no temiese a nada, ninguna necesidad le empujaría a la investigación, su espíritu se entorpecería en la inactividad y no inventaría ni descubriría nada. El dolor es como un aguijón que impulsa al hombre hacia adelante por la vía del progreso.
Pero los males más numerosos son los que el hombre crea llevado por sus vicios, los cuales se originan en su orgullo, su egoísmo, su ambición, su rapacidad, los que nacen de todos los excesos, son causas de las guerras y de todas las calamidades que ellas acarrean: disensiones, injurias y opresión del débil por el fuerte, así como de la mayor parte de las enfermedades.
Dios estableció leyes de sabiduría, cuya sola finalidad es el bien. El hombre encuentra dentro de sí todo lo que necesita para seguirlas, su conciencia le traza el camino, la ley divina está grabada en su alma y, además, Dios nos la trae a la memoria sin cesar, enviándonos mesías y profetas, espíritus encarnados que han recibido la misión de iluminar, moralizar y mejorar al hombre y, últimamente, una multitud de espíritus desencarnados que se manifiestan en todos los ámbitos. Si el hombre actuase conforme a las leyes evitaría los males más agudos y viviría feliz sobre la Tierra. Si no lo hace, es en virtud de su libre albedrío, y por eso sufre las consecuencias que merece (El Evangelio según el Espiritismo, cap. V:4, 5, 6 y ss.).
Pero Dios, todo bondad, colocó el remedio al lado del mal, es decir, que el mismo mal hace nacer el bien. Llega el instante en que el exceso de mal moral se vuelve intolerable y el hombre siente la necesidad de cambiar. Aleccionado por la experiencia intenta encontrar un remedio en el bien, siempre de acuerdo con su libre arbitrio, pues cuando penetra en un camino mejor es por su voluntad y porque ha reconocido los inconvenientes del otro que seguía. La necesidad le obliga a mejorar moralmente para ser más feliz, como esa misma necesidad le induce a mejorar las condiciones materiales de su existencia.
Se puede decir que el mal es la ausencia del bien, como el frío es la ausencia del calor. El mal no es un atributo distinto, como el frío no es un fluido especial. Donde el bien no existe, allí, forzosamente reina el mal. No hacer el mal es ya el comienzo del bien. Dios sólo desea el bien, el mal proviene exclusivamente del hombre. Si existiese en la Creación un ser encargado del mal, nadie podría evitarlo. Pero la causa del mal está en el hombre mismo y, como éste posee el libre arbitrio y la guía de las leyes divinas, lo podrá evitar cuando así lo desee. (La Génesis)
El camino recto
De todos los vicios, el más temible es el orgullo, pues siembra tras de sí los gérmenes de casi todos los demás vicios. En cuanto ha penetrado en un alma como en una plaza conquistada, se adueña de ella, se acomoda a su gusto y se fortifica en ella hasta el punto de hacerse inexpugnable.
Es la hidra monstruosa siempre preñada y cuyos vástagos son monstruos como ella. ¡Desgraciado el hombre que se dejó sorprender! No podrá liberarse sino a costa de terribles luchas, a consecuencia de sufrimientos dolorosos, de existencias oscuras, de todo un porvenir de envilecimiento y de humillación, pues este es el único remedio eficaz para los males que engendra el orgullo.
Este vicio constituye el azote más grande de la humanidad. De él proceden todos los desgarramientos de la vida social, las rivalidades de clases y de pueblos, las intrigas, el odio y la guerra. Inspirador de locas ambiciones, ha cubierto la Tierra de sangre y de ruinas, y es también él quien causa nuestros sufrimientos de ultratumba, pues sus efectos se extienden hasta más allá de la muerte, hasta nuestros destinos lejanos.
No solamente nos desvía el orgullo del amor de nuestros semejantes, sino que hace imposible todo mejoramiento, abusando de nuestro valor y cegándonos con nuestros defectos. Sólo un examen riguroso de nuestros actos y de nuestros pensamientos nos permitirá reformarnos. Pero ¿cómo el orgullo se sometería a este examen?
De todos los hombres, el orgulloso es el que menos puede conocerse. Infatuado de su persona, nada puede desengañarle, pues aparta con cuidado todo lo que puede esclarecerle; odia la contradicción, y sólo se complace en la sociedad de los halagadores.
Como el gusano roedor en un buen fruto, el orgullo corrompe las obras más meritorias. A veces, incluso las torna perjudiciales para quienes la realizan. El bien, realizado con ostentación, con un secreto deseo de ser aplaudido y glorificado, se vuelve contra su autor.
En la vida espiritual, las intenciones, los móviles ocultos que nos inspiran reaparecen como testigos, abruman al orgulloso y reducen a la nada sus méritos ilusorios. El orgullo nos oculta toda la verdad. Para estudiar con fruto el Universo y sus leyes, se necesita, ante todo, la sencillez, la sinceridad, la rectitud del corazón y de la inteligencia, virtudes desconocidas para el orgulloso.
La idea de que tantos seres y tantas cosas nos dominan le es insoportable y la rechaza. Sus juicios tienen para él los límites de lo posible; se resuelve difícilmente a admitir que su saber y su comprensión sean limitados. El hombre sencillo, humilde de corazón, rico en cualidades morales, llegará más pronto a la verdad, a pesar de la inferioridad posible de sus facultades, que el presuntuoso, vano de ciencia terrestre, sublevado contra la ley que le rebaja y destruye su prestigio.
La enseñanza de los espíritus nos pone de manifiesto, bajo su verdadera luz, la situación de los orgullosos en la vida de ultratumba. Los humildes y los débiles de este mundo se encuentran allí más elevados; los vanidosos y los poderosos, empequeñecidos y humillados.
Los unos llevan consigo lo que constituye la verdadera superioridad: las virtudes, las cualidades adquiridas con el sufrimiento; en tanto que los otros han de abandonar a la hora de la muerte títulos, fortuna y vano saber. Todo lo que constituye su gloria y su felicidad se desvanece como humo. Llegan al espacio pobres, despojados, y esa súbita desnudez, contrastando con su pasado esplendor aviva sus preocupaciones y sus grandes pesares. Con una profunda amargura, ven por encima de ellos, en la luz, a aquellos a quienes desdeñaron y despreciaron en la Tierra. Lo mismo les ocurre en las encarnaciones siguientes.
El orgullo, la ávida ambición no puede atenuarse y extinguirse sino mediante vidas atormentadas, vidas de trabajo y de renunciación, en el transcurso de las cuales el alma orgullosa bucea en sí misma, reconoce su debilidad y se abre a mejores sentimientos. Un poco de sensatez y de reflexión nos preservará de estos males. ¿Cómo podremos dejarnos invadir y dominar por el orgullo, cuando nos basta contemplarnos para ver lo poco que somos? ¿Son, acaso, nuestro cuerpo y nuestros placeres físicos los que nos inspiran la vanidad? La belleza es pasajera: una sola enfermedad puede destruirla. (El camino recto León Denis)
Lecciones de la guerra
La lucha formidable que se desarrolla entre las naciones y las razas, y las convulsiones que agitan el mundo plantean los más graves problemas. En presencia del gran drama que se representa, la mente humana, ansiosa, se formula mil preguntas. Y hay horas en que la duda, la inquietud y el pesimismo invaden los espíritus más firmes y resueltos.
El progreso ¿es tan sólo una quimera? ¿Será sumergida la civilización por la ola ascendente de, las pasiones brutales? Los esfuerzos de los siglos por realizar la justicia, la solidaridad y la paz dentro de la armonía social ¿resultarán vanos? Las concepciones del arte y el genio del hombre, los frutos del pesado e inmenso trabajo de millones de cerebros y de brazos ¿van a desaparecer arrasados por la tormenta?
El pensador espiritualista sondea ese abismo de males sin sentir vértigo. Del caos de los acontecimientos extrae la gran ley que todo lo rige. Antes que nada, recuerda que nuestro planeta es una morada muy inferior, un laboratorio donde son bosquejadas las almas todavía jóvenes, con sus confusas aspiraciones y sus pasiones desordenadas.
El profundo sentido de la vida aparece para el pensador espiritualista con las duras necesidades que son inherentes a ella: se trata de la puesta en acción de las cualidades y las fuerzas que en cada ser descansan. Para que las energías, que dormitan ignoradas y mudas en las tinieblas del alma, salgan a luz, son necesarios los desgarramientos, angustias y lágrimas.
Ninguna grandeza puede haber sin el sufrimiento, ninguna elevación sin las pruebas. Si el hombre terrestre estuviera exento de las vicisitudes de la suerte, privado de las rudas lecciones de la adversidad, ¿podría templar su carácter, desarrollar su experiencia, valorizar las ocultas riquezas de su alma?
Puesto que el mal constituye una fatalidad en nuestro mundo ¿no existe responsabilidad para los perversos? Creer que no la hay sería un error funesto: en su ignorancia y ceguera el hombre siembra el mal y las consecuencias de éste recaen pesadamente sobre él mismo, así como sobre todos aquellos que se asocian a sus acciones viles. Tal lo que está sucediendo en esta hora en que vivimos. (Leon Denis. Lecciones de Guerra. El mundo invisible y la guerra. 1915).
Claro está, no echamos al olvido el penoso cortejo de calamidades engendradas por la guerra: las hecatombes espantosas, las vidas desperdiciadas, las ciudades saqueadas o destruidas, violaciones e incendios, ancianos, mujeres y niños despojados, asesinados o mutilados, el éxodo de los rebaños humanos que huyen de sus casas devastadas: en una palabra, el espectáculo del dolor humano en lo que tiene de más intenso y pungente.
Pero (todo espiritista lo sabe) la muerte no es sino una apariencia: al desprenderse el alma de su envoltura material adquiere mayor fuerza, una más justa percepción de las cosas, y el Ser vuelve a encontrarse más vivo aún en el Más Allá.
El dolor depura el pensamiento, ninguna pena es perdida, ninguna prueba queda sin compensaciones. Los que han muerto por su país cosechan los frutos de su sacrificio, y los sufrimientos de los que sobrevivieron transmiten a su periespíritu ondas de luz y gérmenes de felicidades venideras.
En cuanto a la cuestión del progreso, es fácil de resolver: sólo es real y duradero el progreso a condición de que se opere en forma simultánea en sus dos aspectos, el material y el moral. Porque el progreso meramente material es, con demasiada frecuencia, un arma puesta al servicio de las bajas pasiones.
La ciencia ha provisto a los bárbaros modernos de formidables medios destructivos: máquinas de todo tipo, explosivos poderosos, cápsulas incendiarias, dispositivos para arrojar combustibles encendidos, gases asfixiantes o corrosivos, etcétera. Aviones y submarinos, por su parte, amplían grandemente el campo de acción de las matanzas.
Todos los perfeccionamientos de la ciencia hacen desgraciado al hombre cuando éste sigue siendo malo. Y tal situación se prolongará por tanto tiempo cuanto la educación del pueblo continúe siendo falseada y dejen a éste seguir ignorando las verdaderas leyes del Ser y del destino, así como el principio de las responsabilidades, con sus repercusiones a lo largo de nuestras renacientes existencias.
Desde este punto de vista, la quiebra de las religiones y de la ciencia es total: esta guerra constituye una demostración harto evidente de ella. En lo que atañe al progreso moral, es lento y poco menos que imperceptible en la Tierra, por cuanto la población del globo va aumentando sin tregua con seres que provienen de mundos inferiores al nuestro. Y los Espíritus que llegan, entre nosotros, a cierto grado de adelanto, evolucionen con provecho hacia humanidades mejores. De ello resulta que el nivel general varía poco y las cualidades morales de los individuos siguen siendo raras y ocultas.
En el orden psíquico, todo se resume en dos palabras: ¡reparación, elevación! Las calamidades son el cortejo inevitable de las humanidades atrasadas, y la guerra es la peor de todas. A no ser por ellas, el hombre poco evolucionado se demoraría en las futilezas del camino o se aletargaría en la pereza y el bienestar. Le hace falta el látigo de la necesidad, la conciencia del peligro, para forzarlo a poner en acción las fuerzas que dormitan en él, para desarrollar su inteligencia y afinar su juicio.
Todo cuanto está destinado a vivir y crecer se elabora en el dolor. Hay que sufrir para dar a luz: esa es la parte que toca a la mujer. Y hay que sufrir para crear: esa es la parte que toca al genio. Las cualidades viriles de una casta se ponen de relieve con más brillo en las horas trágicas de su historia. A no dudarlo, si la guerra desapareciera, se extinguirían con ella muchos males, gran número de horrores, pero ¿no genera también el heroísmo, el autosacrificio, el desprecio por el dolor y la muerte? Y esas son las cosas que hacen la grandeza del ser humano, las que lo elevan por encima del irracional.
En los mundos más evolucionados, entre las humanidades superiores a la nuestra, las calamidades no tienen ya razón de ser. La guerra no existe allí, pues la sabiduría del Espíritu ha puesto fin a toda causa de conflicto. Los que moran en las esferas venturosas, iluminados por las verdades eternas y poseedores de los poderes de la inteligencia y el corazón, no necesitan ya de esos estimulantes terribles para despertar y cultivar los escondidos recursos del alma.
En la grandiosa escala de la evolución las causas de dolor se van atenuando conforme se eleva el Espíritu, porque se tornan cada vez menos necesarias para una ascensión que se opera libremente, en medio de la paz y de la luz. El sufrimiento es el gran educador, así de los individuos como de los pueblos. Cuando unos y otros se apartan del recto camino y resbalan hacia la sensualidad y la descomposición moral, el sufrimiento, con su aguijón, los hace volver a la senda del bien.
Tenemos que padecer para desarrollar en nosotros la sensibilidad y la vida. Es esta una ley seria y austera, fecunda en sus resultados. Hay que sufrir para sentir y amar, para crecer y elevarse. Sólo el dolor pone término a los furores de la pasión, despierta en nosotros las reflexiones profundas, revela a las almas lo que en el Universo hay de más grande, bello y noble: la piedad, la solidaridad y la bondad…
¿Por qué permite Dios tantos crímenes y calamidades?
Ante todo, digamos que Dios respeta la libertad humana, por cuanto ésta es el instrumento de todo progreso y la condición esencial de nuestra responsabilidad moral. Sin libertad -vale decir, sin libre arbitrio- no habría bien ni mal y, por tanto, no existiría posibilidad de progreso. Es ese el principio de la libertad, que constituye a la par la prueba y la grandeza del hombre, puesto que le confiere el poder de escoger y de obrar; es el origen de los esplendores morales para aquel que esté re suelto a elevarse.
¿Acaso no estamos viendo, en la guerra, a unos que se rebajan por debajo del nivel de la animalidad y a otros que, con su consagración y autosacrificio, alcanzan las alturas de lo sublime?
Reconocemos que para Espíritus inferiores, como lo son la mayoría de los que pueblan la Tierra, el mal es resultado inevitable de la libertad. Pero Dios, en su honda sabiduría y su ciencia infinita, del mal cometido sabe extraer un bien para la humanidad. Colocado por encima del tiempo, domina la serie de los siglos, en tanto a nosotros, en nuestra efímera existencia, nos cuesta trabajo aprehender el eslabonamiento de las causas y sus efectos. De todos modos, tarde o temprano y sin lugar a dudas suena la hora de la justicia eterna.
No hay posibilidad de restablecimiento sin una educación nacional que enseñe a las generaciones el verdadero sentido de la vida, de su labor y objetivo; sin una enseñanza que esclarezca los intelectos, temple los caracteres y fortalezca las conciencias, impartiendo los principios esenciales, elementales, de la ciencia, filosofía y religión.
Estos poderes, hasta ahora antagónicos, se fusionarán de esa manera, para mayor bien de la sociedad. El género humano aguarda todavía tal enseñanza, que proveerá al Ser de los medios para conocerse a sí mismo, medir sus fuerzas ocultas y estudiar el mundo incógnito que cada cual lleva en su interior.
Tanto en el Mundo Invisible como en el nuestro el bien y el mal se equilibran y proyectan su acción sobre los humanos que la provocan o atraen a sí. El estudio serio del Espiritismo exige ciertas cualidades, espíritu cultivado, juicio certero, autodominio, constancia y perseverancia incansables. La investigación de los fenómenos en sí mismos, la manía o entusiasmo por los hechos psíquicos sin su complemento moral, no constituyen sino una especie de profanación de la muerte.
El Espiritismo no es tan sólo una ciencia, es también una revelación, una obra de verdad y de luz. Se dirige a la vez a la inteligencia y al corazón. Tiene, como un gran edificio, pisos sucesivos. Sus cimientos apoyan sobre la roca sólida de los hechos debidamente comprobados y verificados. En su cripta, los Espíritus inferiores se complacen en los fenómenos vulgares, y este ambiente es frecuentado por las obsesiones, alucinaciones y tendencias a la superchería. Pero, a medida que subimos las escaleras de la casa, van apareciendo las manifestaciones intelectuales y las revelaciones puras. La actividad de las almas superiores se realiza en los lugares más altos que, como las agujas dentadas de una catedral, se lanzan hacia la bóveda azul.
En el Espiritismo, cada cual se ubica en el lugar que le asigna el estado de adelanto de su Espíritu. Unos se dedican en forma exclusiva a los hechos, que son la corteza o envoltura de aquél. Otros optan por los frutos, o sea, su filosofía y su moral. En este sentido, principalmente, está llamado el Espiritismo a desempeñar un rol regenerador. Porque su doctrina responde a todas las necesidades de la mente y colma las lagunas del conocimiento. Resuelve los enigmas de la vida, los problemas del mal y del dolor.
En estos tiempos de pruebas y anarquía nos da confianza en el futuro el observar que el Universo está regido por leyes de armonía y que la última palabra, en todas las cosas, corresponde siempre al derecho y a la justicia. Proporciona a la existencia una razón de ser y un objetivo: la conquista de la verdad, de la sabiduría y la virtud. Nos consuela de nuestras desilusiones y reveses en virtud de que, si el bien es con frecuencia desconocido en la Tierra, al menos reina soberano en las esferas elevadas, adonde cada uno de nosotros debe algún día ascender. Al señalarnos la noble finalidad de la vida aparta a los Espíritus de las preocupaciones egoístas y materiales y de las agitaciones estériles.
La tarea esencial consiste, pues, en rehacer al hombre interior: sin ella, toda reforma social sería vana o resultaría precaria.
El espírita sabe que un porvenir sin límites se le ofrece y va marchando por su camino con más fe y confianza. Afronta con resolución la prueba porque conoce de antemano sus causas y beneficios. Bebe en su creencia los consuelos y la energía moral tan necesarios en las horas de crisis y de duelo. Sabe que, no obstante las vicisitudes de los tiempos y los remolinos de la historia, la última palabra corresponde siempre a la verdad, la equidad y el derecho.
El espiritista está enterado de que una protección poderosa lo envuelve, que cada uno de nosotros tiene su guía y que grandes Seres Invisibles velan por los individuos y también por las naciones. El estudio de nuestra naturaleza psíquica le ha revelado toda la magnitud de nuestras fuerzas ocultas, que podemos acrecentar y desarrollar mediante el pensamiento, la voluntad y la oración, atrayéndonos las energías externas, los fluidos puros cuya propiedad consiste en fecundar nuestras propias fuerzas interiores. De este punto de vista, la comunión con lo Invisible no es tan sólo un acto de fe, sino sobre todo un saludable ejercicio, que tiene por efecto incrementar nuestro poder de irradiación y de acción.
Cuando en casa queremos disfrutar de la claridad y el calor del sol abrimos puertas y ventanas. Así también, es menester abramos nuestra alma y corazón a las radiaciones divinas para experimentar sus beneficios. Los más de los hombres permanecen cerrados. De ahí la indigencia en que se encuentra su Espíritu y la oscuridad de su mente. Pero si nuestros pensamientos y voluntad, vibrando al unísono, convergieran hacia un objetivo común, esa meta sería fácilmente alcanzada y nuestros males se verían en gran manera atenuados y reducidos. En las almas que están más en sombras brotaría la chispa que encendería en ellas ardiente llama.
En lo que respecta a nosotros, en presencia de semejante desencadenamiento de pasiones furiosas, ante tal desborde de odios, tenemos un deber que cumplir, una tarea que realizar. Consiste ésta en difundir, en nuestro entorno, el conocimiento de ese Más Allá en que la verdad y la justicia, a menudo olvidadas en la Tierra, encuentran un refugio seguro. Consiste en ir hacia los que están llorando a sus muertos amados para iniciarlos en esta comunión espiritual que les permitirá seguir viviendo con ellos por el Espíritu y por el corazón y les proporcionará inefables confortaciones. Consiste, por último, en recordar la memoria del Gran Iniciador cuya doctrina luminosa y serena trae apoyo y consuelo a los atribulados. En nuestros días de pruebas, una de las grandes satisfacciones del pensamiento es la de posarse sobre las nobles figuras que más han honrado a la humanidad.
Todos los adeptos a nuestra doctrina lo saben: el pensamiento y la voluntad constituyen fuerzas. Obrando de manera continua en el mundo de los fluidos, pueden adquirir un poder irresistible. Al mismo tiempo servirán de apoyo para las legiones de Espíritus que desde hace cuatro años, en las jornadas de peligro, no han cesado de incitar e inflamar a nuestros defensores, de comunicarles ese impetuoso ardor que está despertando la admiración del mundo. Nuestros protectores invisibles nos lo repiten con frecuencia: "¡Unid vuestros pensamientos y corazones! Si de un extremo a otro del país todas las voluntades, sostenidas por la plegaria, convergieran hacia un objetivo común, la victoria quedaría asegurada".
Sean cuales fueren las designaciones que se utilicen y los procedimientos que se adopten, no hay que olvidar que en nuestro mundo, donde todo es relativo, no sería posible alcanzar en ninguna materia el conocimiento integral y absoluto. Es preciso experimentar con método y rigor, pero hágase lo que se hiciere, no se logrará encerrar dentro de las estrechas reglas humanas la ciencia de lo Invisible. Ésta superará siempre nuestras clasificaciones, tanto como el cielo infinito domina a la Tierra. El conocimiento del Más Allá sólo es patrimonio -en su conjunto- de los que en él se encuentran. No obstante ello, podemos al menos recoger de él los fulgores necesarios para iluminar nuestra marcha en este mundo.
Todos aquellos (y es elevado su número) que practican la comunión con sus muertos queridos saben cuánta ayuda y cuántos elementos de renovación introducen en nuestra mente y nuestra conciencia las relaciones con el Más Allá. Los horizontes de nuestra vida se ensanchan y las cosas de la Tierra se ven reducidas a sus justas dimensiones. Aprendemos a desembarazarnos de lo fútil y vano y a encauzar nuestras ambiciones hacia los indestructibles bienes del Espíritu. La colaboración, la convivencia con nuestros amados invisibles es como un baño fluídico en el que nuestras almas se retemplan y fortifican. Nuestras acciones y juicios, nuestras percepciones en todo se ven profundamente modificadas.
La idea de la muerte, verbigracia, pierde su carácter lúgubre. Todo el aparato de terror con que deliberadamente la han rodeado las religiones se desmorona y se esfuma. La muerte no es ya sino un regreso a la verdadera vida, vida irradiante y libre para el Espíritu que no ha desfallecido. Representa el descanso para el buscador fatigado, el refugio para todos aquellos que penaron, lucharon y sufrieron.
El hábito de conversar con nuestros amigos del Espacio y la idea de que están con frecuencia cerca de nosotros, que nos hablan, nos escuchan y se interesan por nuestros trabajos, nos obligan a vigilar con mayor atención nuestros actos. A medida que avanzamos con ayuda de sus inspiraciones nuestra comprensión de la vida espiritual se va tornando más profunda, el deber se nos hace más fácil de cumplir y el fardo de las pruebas se nos aligera. Aprendemos a liberarnos de múltiples servidumbres materiales, de ambiciones malsanas y mezquinos celos; en suma, de todo aquello que divide a los hombres y los sume en la desgracia.
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