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17 junio 2022

EFECTOS DE LA ORACIÓN

 

 
Jills

¿Qué es la oración?

La oración es un acto de adoración. Orar a Dios es pensar en Él; es aproximarse a Él;
es establecer una comunicación con Él.

Tres cosas podemos proponernos por medio de la oración: loar, pedir, agradecer. (9) Es una invocación mediante la cual, a través del pensamiento, el hombre se pone en comunicación con el ser a quien se dirige.

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Recurre a la oración en todos los momentos de tu vida. En la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la riqueza o sin recursos, en el éxito y en el fracaso, ora confiado en la respuesta divina.

Al orar te elevarás, y en la energía de la plegaria recibirás todo cuanto te sea necesario para proseguir en la lucha y lograr la victoria.

La criatura busca a Dios mediante la oración y El le responde a través de la intuición de lo que debe hacer y de cómo hacerlo, a fin de que, haciéndolo, sea feliz. (17)

 

Divaldo Franco/Joanna de Angelis. Momentos de Salud

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¿Por quién podemos orar?

Podemos orar por nosotros mismos o por nuestros semejantes, por los vivos o por los muertos. Las oraciones dirigidas a Dios son escuchadas por los Espíritus encargados de la
ejecución de su voluntad; las que se encaminan a los buenos Espíritus son trasmitidas a Dios. Cuando alguien ora a otros seres que no son Dios, ellos hacen las veces de intermediarios, de intercesores, por cuanto nada sucede sin la voluntad de Dios



León Denis analiza que la oración debe ser una expansión íntima del alma hacia
Dios, un coloquio a solas, una meditación siempre útil y muchas veces enriquecedora.

 

Es  por excelencia, el refugio de los afligidos, de los corazones doloridos. En las horas de abatimiento, de pesar íntimo y de desesperación, ¿quién no encontró en la oración la calma, el fortalecimiento, el alivio de sus males?

 

 

Un diálogo misterioso se establece entre el alma que sufre y el poder evocado. El alma exterioriza sus angustias, su desánimo; implora socorro, apoyo, indulgencia. Entonces, en el santuario de la conciencia, una voz secreta le responde; es la voz de Aquél de quien dimana la fuerza para las luchas de este mundo, el bálsamo para nuestras heridas, la luz para nuestras vacilaciones. Y esa voz nos consuela, reanima, persuade; nos infunde valor, sumisión, paciente resignación. Es entonces que volvemos a levantarnos menos apenados, menos atormentados; con un rayo de sol divino y reluciente en nuestra alma, que hace nacer en ella la esperanza. (10)


Cualidades de la oración

Jesús definió las cualidades de la oración claramente, diciendo: Cuando
roguéis, no os pongáis en evidencia; rogad en secreto y no afectéis rogar mucho porque no será por la multitud de las palabras que seréis oídos, sino por la sinceridad con que sean dichas.

 

Antes de orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonádsela, porque la oración no podría ser agradable a Dios si no sale de un corazón purificado de todo sentimiento contrario a la caridad; en fin, rogad con humildad, como el publicano, y no con orgullo, como el fariseo: examinad vuestros defectos y no vuestras cualidades, y si os comparáis con otros, buscad lo que hay de errado en vosotros.

 

 

 ¿Por qué es importante la oración?

 

La oración reviste importancia capital, cualquiera sea la situación. A través de la oración, el hombre consigue el concurso de los buenos Espíritus que acuden a darle apoyo en sus buenas resoluciones y a inspirarle ideas sanas. Adquiere de ese modo la fuerza moral que necesita para vencer las dificultades y regresar al camino recto, si de él se hubiera alejado.

 

 

Por medio de la oración puede apartar de sí a los males que atraería por sus propias faltas. Por ejemplo, un hombre que ve su salud quebrantada a consecuencia de los excesos a los que se entregó, y arrastra hasta el fin de sus días una vida llena de sufrimientos, ¿tendrá derecho de quejarse si no obtuviera la cura deseada? No, pues hubiera podido encontrar en la oración la fuerza para resistir a las tentaciones. (3)

 

 

Entre tanto, admitamos que el hombre nada puede hacer para evitar determinados males de la vida, que no están relacionados con la falta de previsión ni con los excesos humanos. En tal situación, en especial, fácilmente se concibe la acción de la oración, porque produce el efecto de atraer la saludable inspiración de los Espíritus buenos y que se reciba de ellos la fuerza para resistir a los malos pensamientos cuya puesta en práctica podría resultarnos nefasta. En ese caso ellos no apartan el mal, sino que desvían nuestro pensamiento del mal que podría causarnos daño.

 

 

Los Espíritus buenos no ponen impedimento alguno para que se cumplan los designios de Dios, como tampoco interrumpen el curso de las leyes de la Naturaleza; sólo evitan que las quebrantemos orientando nuestro libre albedrío. No obstante, hacen esto sin que lo notemos, de manera imperceptible, para no avasallar nuestra voluntad. El hombre se encuentra entonces en la posición de quien solicita buenos consejos y los pone en práctica, aunque conserva la libertad de seguirlos o no. Dios quiere que sea así, para que aquél mantenga la responsabilidad de sus actos y el mérito de elegir entre el bien y el mal. Eso es lo que el hombre siempre recibirá si lo pidiera con fervor, puede estar seguro de ello, y es a lo que sobre todo se puede aplicar estas palabras: “Pedid y obtendréis”. (4)

 

 

La oración constituye invariablemente una demostración de buena voluntad y comprensión, en lo relativo al testimonio de nuestra condición de Espíritus deudores... Sin duda, no va a modificar el curso de las leyes, aunque renueva nuestra forma de ser y puede compararse no sólo con un bendita plantación de solidaridad para nuestro beneficio, sino también como antídoto contra la recaída en el error. Además la oración nos facilita la aproximación a los importantes benefactores que precedieron nuestros pasos, que nos auxilian a planificar un nuevo rumbo que garantice nuestro avance. (11)

 

 

En ningún momento la oración debiera traducirse como un movimiento mecánico de los labios, ni tampoco como un disco de fácil repetición en el aparato mental. Es vibración, energía, poder. El ser que ora pone en movimiento sus propias fuerzas y realiza trabajos de indescriptible significación. Tal estado psíquico activa fuerzas ignoradas, revela nuestro origen divino y nos coloca en contacto con las fuentes superiores. Dentro de esa práctica, cualquiera sea la modalidad que adopte, el Espíritu está en condiciones de emitir rayos de asombrosa potencia. (12)

 

 

La oración representa la divina voz del espíritu en el gran silencio. No siempre se caracteriza por sonidos articulados según la concepción verbal, pero invariablemente es un prodigioso poder espiritual que trasmite emociones y pensamientos, imágenes e ideas, suprime obstáculos, despeja rutas, reforma concepciones y regenera el panorama mental dentro del cual nos corresponde atender la tarea a la que el Padre nos convoca. (15)

 

 

La importancia de la oración fácilmente queda en evidencia cuando aprendemos a diferenciar entre rezar y orar. Rezar es repetir palabras según fórmulas determinadas. Es producir un eco que la brisa disipa, como sucede con la voz de la campana que se expande en el espacio para luego morir. Orar es sentir. El sentimiento no se puede traducir. No hay palabra que lo defina con absoluta precisión. El más rico vocabulario del mundo resulta pobre para traducir la magnitud de un sentimiento. No hay fórmula que lo contenga, no hay molde que lo guarde, no hay modelo que lo plasme.

 

 Orar es irradiar hacia Dios, para sellar de ese modo nuestra comunión con Él. La oración es el poder de los fieles. Los creyentes oran. Los impostores y los supersticiosos rezan. Los creyentes oran a Dios. Los hipócritas, cuando rezan, se dirigen a la sociedad en cuyo seno viven. Es difícil comprender al creyente en sus coloquios con la Divinidad. Los fariseos rezaban en público para ser vistos, admirados y loados.

 

 

¿Es eficaz la oración sabiendo Dios de nuestras necesidades?

Hay personas que cuestionan la eficacia de la oración basados en el principio según el cual, como Dios conoce nuestras necesidades, es superfluo exponérselas. Además añaden que, como todo en el universo se eslabona mediante leyes eternas, nuestras súplicas no pueden modificar los decretos de Dios.

 

No cabe duda de que hay leyes naturales e inmutables que Dios no puede derogar según el capricho de cada uno. No obstante, de ahí a creer que todas las circunstancias de la vida están sometidas a la fatalidad, existe una gran distancia. Si así fuera, el hombre sólo sería un instrumento pasivo, carente de libre albedrío y de iniciativa. De acuerdo con esta hipótesis, no tendría más que doblar la cabeza bajo el golpe de los acontecimientos, sin intentar evitarlos.

 

 

Dios ha dado al hombre el juicio y la inteligencia para que se sirva de ellos; o la voluntad, para que quiera; o la actividad, para que permanezca en la acción (Pienso, quiero y actúo). Como el hombre es libre de obrar en un sentido o en otro, sus actos acarrean, tanto para él como para las demás personas, consecuencias subordinadas a lo que hace o deja de hacer. Mediante su iniciativa hay, por lo tanto, acontecimientos que escapan forzosamente a la fatalidad, sin que por eso destruyan la armonía de las leyes universales, del mismo modo que si se adelanta o retrasa la aguja de un reloj, no se anula la ley del movimiento en el que se basa su mecanismo. Dios puede, por consiguiente, acceder a ciertas súplicas sin derogar la inmutabilidad de las leyes que rigen el conjunto, pero su consentimiento siempre está subordinado a su voluntad.

 

 

De esta máxima: “Todo lo que pidáis en la oración, creed que os será concedido”, sería ilógico deducir que basta con pedir para obtener, como sería injusto acusar a la Providencia si no atendiera todas las súplicas que se le hacen, puesto que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. De ese modo procede un padre prudente que rehúsa a su hijo las cosas que son contrarias a los intereses de este último. En general, el hombre sólo ve el presente. Ahora bien, si el sufrimiento resulta útil para su felicidad futura, Dios dejará que sufra, así como el cirujano permite que un enfermo padezca los dolores de una operación que le deparará la cura.

 

 

Lo que Dios le concederá al hombre, si este lo pide con confianza, es el valor, la paciencia y la resignación. Asimismo, habrá de concederle los medios para que él mismo se libere de las dificultades, con la ayuda de ideas que le sugerirá a través de los Espíritus buenos, y le dejará de esa forma el mérito de su decisión. Dios asiste a los que se ayudan a sí mismos, según esta máxima: “Ayúdate, que el Cielo te ayudará”, y no a los que todo lo esperan de un socorro ajeno, sin emplear sus propias facultades. No obstante, en casi todas las ocasiones, el hombre preferiría ser socorrido por un milagro, sin hacer nada de su parte.

 

 

Pongamos el ejemplo de un hombre que está perdido en el desierto. Padece una sed terrible. Se siente desfallecer y cae en el suelo. Ruega a Dios que lo asista, y espera. Pero ningún ángel acude a darle de beber. Sin embargo, un Espíritu bueno le sugiere la idea de que se levante y tome uno de los senderos que se presentan ante él. Entonces, mediante un movimiento automático, reúne las fuerzas que le quedan, se levanta y camina a la ventura hasta que, desde una colina, descubre a lo lejos un arroyo. Al divisarlo recobra el ánimo. Si tiene fe, exclamará: “Gracias, Dios mío, por la idea que me inspiraste y por la fuerza que me diste”. Si no tiene fe, dirá: “¡Qué buena idea he tenido! ¡Qué suerte la mía, que tomé el camino de la derecha en vez del de la izquierda! ¡La casualidad, en ocasiones, nos sirve realmente! ¡Cuánto me felicito por mi valor y por no haberme dejado abatir!”

 

 

Con todo, habrá quien diga: “¿Por qué el Espíritu bueno no dijo claramente a ese hombre: Sigue este sendero, y al final de él encontrarás lo que necesitas? ¿Por qué no le mostró el camino, para guiarlo y sostenerlo cuando desfallecía? De esa manera el Espíritu lo habría convencido de la intervención de la Providencia”. Responderemos, en primer lugar, que el Espíritu se propuso enseñarle que debe ayudarse a sí mismo y emplear sus propias fuerzas. Después, mediante la incertidumbre, Dios pone a prueba la confianza que se deposita en Él, así como la sumisión a su voluntad. Ese hombre estaba en la situación de un niño que se cae y que, si ve a alguien, grita y espera que lo vayan a levantar. Si no ve a nadie, hace esfuerzos y se levanta por sí solo.

 

 

Si el ángel que acompañó a Tobías le hubiese dicho: “Soy el enviado de Dios para guiarte en tu viaje y preservarte de todo peligro”, Tobías no habría tenido ningún mérito. Confiado en su compañero, no hubiera tenido necesidad de pensar. Por eso el ángel no se dio a conocer hasta que regresaron.



Acción de la oración. Transmisión del pensamiento

 

La oración es una invocación. A través de ella nos ponemos, con el pensamiento, en relación con el ser a quien se la dirigimos. Puede tener por objeto hacer un pedido, agradecer o alabar. Podemos orar por nosotros mismos y por los demás, por los vivos y por los muertos. Las oraciones dirigidas a Dios son escuchadas por los Espíritus encargados de ejecutar su voluntad. Las que se dirigen a los Espíritus buenos son transmitidas a Dios. Cuando alguien ora a otros seres y no al Señor, no hace más que recurrir a intermediarios, a intercesores, porque nada puede hacerse sin la voluntad de Dios.

 

 

El espiritismo permite comprender la acción de la oración, porque explica el modo sobre cómo se transmite el pensamiento, ya sea que el ser a quien oramos atienda nuestro llamado, o que simplemente llegue hasta él nuestro pensamiento. A fin de que comprendamos lo que sucede en esa circunstancia, debemos imaginar que todos los seres, estén encarnados o desencarnados, se hallan sumergidos en el fluido universal que ocupa el espacio, tal como nosotros nos encontramos, en este mundo, dentro de la atmósfera. Ese fluido recibe un impulso de la voluntad. Es el vehículo del pensamiento, del mismo modo que el aire lo es del sonido, con la diferencia de que las vibraciones del aire están circunscritas, mientras que las del fluido universal se extienden hasta lo infinito.

 

 

Así pues, cuando el pensamiento se dirige hacia algún ser, tanto si se encuentra en la Tierra o en el espacio, ya sea de un encarnado hacia un desencarnado o de un desencarnado hacia un encarnado, se establece entre uno y otro una corriente fluídica que transmite el pensamiento, igual que el aire transmite el sonido. La energía de la corriente es proporcional al poder del pensamiento y de la voluntad. De ese modo, los Espíritus oyen la oración que se les envía –sea cual fuere el lugar donde se encuentren–, se comunican entre sí, y nos transmiten sus inspiraciones. De ese modo, también, se establecen las relaciones a distancia entre los encarnados.

 

 

Esta explicación está dirigida en especial a los que no comprenden la utilidad de la oración puramente mística. No tiene como objetivo materializar la oración, sino hacer comprensibles sus efectos, mediante la demostración de que puede ejercer una acción directa y efectiva. Con todo, dicha acción no deja por ello de hallarse subordinada a la voluntad de Dios, el juez supremo de todas las cosas, y el único capaz de hacer que resulte eficaz.

 

 

 A través de la oración el hombre atrae la asistencia de los Espíritus buenos, que se acercan para sostenerlo en sus buenas resoluciones y para inspirarle pensamientos de bien. El hombre adquiere así la fuerza moral necesaria para vencer las dificultades y regresar al camino recto, en caso de que se haya desviado. Del mismo modo puede también apartar de sí los males que atraería a causa de sus propias faltas. Un hombre, por ejemplo, que comprende que su salud está deteriorada por los excesos que ha cometido, y que arrastra hasta el fin de sus días una vida de sufrimiento, ¿tendrá derecho a quejarse si no consigue la curación que se propone? No, pues habría podido encontrar en la oración la fuerza necesaria para resistir a las tentaciones.

 

 

Si dividimos en dos partes los males de la vida, una parte constituida por los males que el hombre no puede evitar, y la otra por las tribulaciones de las cuales él mismo es la principal causa, tanto por su indolencia como por sus excesos, se verá que la segunda supera en un gran número a la primera.

 

 

Así pues, es evidente que el hombre es el responsable de la mayor parte de sus aflicciones, y que estaría librado de ellas si procediese en todas las circunstancias con sabiduría y prudencia. No es menos cierto que esas miserias son la consecuencia de nuestras infracciones a las leyes de Dios, y que si observáramos puntualmente esas leyes seríamos felices por completo. Si no fuéramos más allá de lo necesario, en lo que se refiere a la satisfacción de nuestras necesidades, no padeceríamos las enfermedades que resultan de los excesos, ni experimentaríamos las vicisitudes que esas enfermedades acarrean. Si estableciéramos un límite para nuestra ambición, no nos preocuparía quedar en la ruina. Si no quisiéramos subir más alto de lo que podemos, no temeríamos caer. Si fuésemos humildes, no sufriríamos las decepciones del orgullo rebajado. Si pusiéramos en práctica la ley de caridad, no denigraríamos a los otros, no seríamos envidiosos, vanidosos, ni celosos, y evitaríamos las disputas y las disensiones. Si no hiciéramos mal a nadie, no temeríamos las venganzas, etc.

 

 

Supongamos que el hombre no pudiera hacer nada para evitar los otros males, y que las oraciones fueran inútiles para preservarlo de ellos, ¿no sería suficiente con que pudiera evitar todos los que provienen de su forma de proceder? Ahora bien, en esta circunstancia se concibe fácilmente la acción que ejerce la oración, porque esta tiene por objeto atraer la inspiración saludable de los Espíritus buenos, y solicitarles fuerza para resistir a los malos pensamientos, cuya realización puede resultar funesta para nosotros. En ese caso, ellos no apartan el mal, sino que desvían de nosotros el mal pensamiento que puede causar el mal. En nada obstaculizan los designios de Dios, ni suspenden el curso de las leyes de la naturaleza, sino que impiden que nosotros las transgredamos, encauzando hacia ellas nuestro libre albedrío. De todos modos, lo hacen sin que lo notemos, de una manera oculta, para no sojuzgar nuestra voluntad. El hombre se encuentra entonces en la posición de aquel que solicita buenos consejos y los pone en práctica, pero conserva la libertad de seguirlos o no. Dios quiere que así suceda para que el hombre sea el responsable de sus actos y a este le corresponda el mérito de haber elegido entre el bien y el mal. Eso es lo que el hombre siempre puede tener la certeza de recibir, si lo solicita con fervor, y a eso pueden aplicarse, en especial, estas palabras: “Pedid y se os dará”. La eficacia de la oración, aun reducida a esa proporción, ¿no daría resultados inmensos?

 

 

Estaba reservado al espiritismo mostrarnos sus logros, mediante la revelación de las relaciones que existen entre el mundo corporal y el mundo espiritual. No obstante, los efectos de la oración no se limitan a los que acabamos de señalar. La oración es recomendada por todos los Espíritus. Renunciar a la oración es ignorar la bondad de Dios; es rechazar, en cuanto a nosotros mismo, su asistencia; y en cuanto a los otros, es despreciar el bien que podemos hacerles.

 

 

Al atender la súplica que se le dirige, Dios tiene, muchas veces, el propósito de recompensar la intención, el sacrificio y la fe del que ruega. Por ese motivo la oración del hombre de bien tiene más merecimiento en relación con Dios, y siempre es más eficaz que la del hombre vicioso o malvado, porque este no puede orar con el fervor y la confianza que sólo se consigue con un sentimiento de auténtica piedad. Del corazón del egoísta, de aquel que ora con los labios, sólo pueden salir palabras, pero no los impulsos de caridad que confieren a la oración todo su poder. Esto se comprende tan claramente que, por un movimiento instintivo, los que se encomiendan a las plegarias de otras personas, prefieren las de aquellas cuya conducta se considera agradable a Dios, porque son más fácilmente escuchadas.

 

 

Dado que la oración ejerce una especie de acción magnética, podría suponerse que su efecto se halla subordinado a la potencia fluídica, pero no es así. Como los Espíritus ejercen esa acción sobre los hombres, suplen, cuando es necesario, la insuficiencia del que ora, ya sea obrando directamente en su nombre, o bien confiriéndole momentáneamente una fuerza excepcional, en caso de que lo juzguen digno de ese favor, o porque eso puede ser útil. El hombre que no se crea suficientemente bueno para ejercer una influencia saludable, no por eso debe abstenerse de orar por sus semejantes, con la idea de que no es digno de ser escuchado. La conciencia de su inferioridad es una prueba de humildad siempre agradable a Dios, que toma en cuenta la intención caritativa que lo anima. Su fervor y su confianza en Dios son un primer paso en el sentido de su retorno al bien, circunstancia que los Espíritus buenos se sienten felices de estimular. La oración que se rechaza es la del orgulloso, que tiene fe en su propio poder y en sus méritos, y cree que puede sustituir a la voluntad del Eterno.

 

 

El poder de la oración reside en el pensamiento. No depende de las palabras, ni del lugar, ni del momento en que se hace. Se puede, pues, orar en todas partes y a toda hora, a solas o en conjunto. La influencia del lugar y de la duración está relacionada con las circunstancias que favorecen el recogimiento. La oración en conjunto ejerce una acción más poderosa cuando todos los que oran se asocian de corazón a un mismo pensamiento y se proponen el mismo objetivo, pues equivale a que muchos eleven su voz conjuntamente y al unísono. Pero ¡que importancia tendría que estuviese reunido un gran número de personas, si cada una obrara aisladamente y por su propia cuenta! Cien personas reunidas pueden orar como egoístas, mientras que dos o tres, unidas por una aspiración en común, rogarán como verdaderos hermanos en Dios, y su oración tendrá más poder que la de las otras cien. (Véase el Capítulo XXVIII, §§ 4 y 5).

 

 

Oraciones inteligibles

 

“Si yo no entiendo el significado de las palabras, seré un bárbaro para aquel a quien hablo, y el que me habla será un bárbaro para mí. – Si oro en una lengua que no entiendo, mi corazón ora, pero mi inteligencia queda sin fruto. – Si alabas a Dios sólo con el corazón, ¿de qué modo un hombre entre los que sólo entienden su propia lengua responderá amén cuando finalices tu acción de gracias, si no entiende lo que tú dices? No es que tu acción no sea buena, sino que los otros no se edifican con ella.” (San Pablo, Primera Epístola a los Corintios, 14:11, 14, 16 y 17.)

 

 

La oración sólo tiene valor en función del pensamiento que está asociado a ella. Ahora bien, es imposible relacionar un pensamiento con lo que no se comprende, pues lo que no se comprende no puede conmover el corazón. Para la inmensa mayoría de las personas, las oraciones hechas en un lenguaje incomprensible no son más que un conjunto de palabras que nada dicen al espíritu. Para que la oración conmueva, es necesario que cada palabra despierte una idea, y si esas palabras no se comprenden, no pueden despertar idea alguna. En ese caso, la oración se repite como una simple fórmula, cuya virtud dependerá de la cantidad de veces que se diga. Muchos oran por deber, otros en obediencia a las costumbres, razón por la cual consideran que han cumplido cuando han dicho una oración un determinado número de veces, atentos a tal o cual secuencia. Pero Dios lee en el fondo de los corazones, y ve el pensamiento y la sinceridad de cada uno. Así, considerar a Dios más sensible a la forma que al fondo sería menospreciarlo.

 

 

¿Es conveniente orar por los muertos y por los Espíritus que sufren?

 

Los Espíritus que sufren reclaman oraciones, que les son útiles porque de ese modo verifican que hay quien piensa en ellos, y entonces se sienten menos abandonados, menos desdichados. Pero la oración ejerce sobre ellos una acción más directa: les devuelve el ánimo, les infunde el deseo de elevarse a través del arrepentimiento y la reparación, y puede desviarlos de la idea del mal. En ese sentido, la oración no sólo es capaz de aliviar sus padecimientos, sino también de abreviarlos.

 

 

Algunas personas no admiten la oración por los muertos porque, según su creencia, el alma solamente tiene dos alternativas: la salvación o la condena a las penas eternas; de modo que tanto en uno como en otro caso la oración sería inútil. Sin discutir el valor de esa creencia, admitamos por algunos instantes la realidad de las penas eternas e irremisibles, y que nuestras oraciones sean impotentes para ponerles un término. Con base en esa hipótesis, preguntamos: ¿es lógico, caritativo y cristiano desechar la oración por los réprobos? Esas oraciones, por impotentes que sean para liberarlos, ¿no son para ellos una demostración de piedad que puede aliviar sus padecimientos?

 

 

En la Tierra, cuando un hombre está condenado a perpetuidad, aun cuando no exista ninguna esperanza de obtener el perdón para él, ¿estará prohibido a una persona caritativa cargar con sus cadenas para ahorrarle ese peso? Cuando alguien está atacado por un mal incurable, ¿hay que abandonarlo sin proporcionarle ningún alivio, sólo porque no existe esperanza de curación para él? Pensad que entre los réprobos puede encontrarse una persona a quien amasteis, un amigo, tal vez un padre, una madre o un hijo. Por el hecho de que ese ser no sea perdonado, según suponéis, ¿le negaríais un vaso de agua para calmar su sed, un bálsamo para curar sus llagas? ¿No haríais por él lo que por un presidiario? ¿No le daríais un testimonio de amor, un consuelo? Privarlo de todo eso no sería cristiano.

 

 

Una creencia que petrifica el corazón es incompatible con la creencia en un Dios que ubica el amor al prójimo en el primer lugar entre los deberes. Que las penas no sean eternas no implica la negación de una penalidad temporaria, porque Dios, en su justicia, no puede confundir el bien con el mal. Ahora bien, en ese caso, negar la eficacia de la oración sería negar la eficacia del consuelo, la posibilidad de infundir valor y de dar buenos consejos; sería negar la fuerza que tomamos de la asistencia moral de los que nos quieren bien.

 

 

Otros se basan en una razón más engañosa: la inmutabilidad de los decretos divinos. Dios, alegan, no puede modificar sus decisiones a pedido de sus criaturas. Si no fuera así, no habría estabilidad en el mundo. El hombre, pues, nada tiene que pedir a Dios, sólo le corresponde someterse y adorarlo. Existe en esa idea una falsa aplicación de la inmutabilidad de la ley divina; o mejor dicho, se ignora la ley en lo concerniente a las penas futuras. Esa ley es revelada por los Espíritus del Señor, ahora que el hombre ha madurado para comprender lo que, en materia de fe, es conforme o contrario a los atributos divinos. Según el dogma de la eternidad absoluta de las penas, no se toman en cuenta los remordimientos ni el arrepentimiento del culpable. Para él, todo deseo de mejorar es inútil: está condenado a permanecer perpetuamente en el mal.

 

 

Si ha sido condenado por un tiempo determinado, la pena habrá de cesar cuando el tiempo haya expirado. Pero ¿quién podrá garantizar que entonces sus sentimientos serán mejores? ¿Quién podrá afirmar que, a ejemplo de muchos de los condenados de la Tierra, a su salida de la cárcel no será tan malo como antes? En el primer caso, sería mantener en el dolor del castigo a un hombre que regresó al bien. En el segundo, sería conceder una gracia a alguien que sigue siendo culpable. La ley de Dios es más previsora que eso. Siempre justa, equitativa y misericordiosa, no establece ninguna duración para la pena, sea cual fuere. Dicha ley se resume de este modo:  “El hombre sufre siempre las consecuencias de sus faltas. No hay una sola infracción a la ley de Dios que no conlleve su sanción. ”La severidad de la expiación es proporcional a la gravedad de la falta.

 

 

”La duración del correctivo es indeterminada, cualquiera que sea la falta, y está subordinada al arrepentimiento del culpable y a su retorno al bien. La expiación dura tanto como la obstinación en el mal. Sería perpetua si la obstinación fuera perpetua. Es de corta duración si el arrepentimiento es inmediato.

 

 

Desde el momento en que el responsable reclama misericordia, Dios lo escucha y le concede esperanza. Pero el simple remordimiento por haber incurrido en el mal no es suficiente; falta la reparación. Por eso el responsable es sometido a nuevas pruebas, en las cuales puede, siempre por su voluntad, practicar el bien para reparar el mal que ha hecho. Así pues, el hombre es constantemente el árbitro de su propia suerte. Puede abreviar su suplicio o prolongarlo indefinidamente. Su felicidad o su desventura dependen de su voluntad de practicar el bien.” Esa es la ley; ley inmutable y conforme con la bondad y la justicia de Dios.

 

 

El Espíritu responsable y desdichado siempre puede, de esa manera, salvarse a sí mismo. La ley de Dios le dice cuáles son las condiciones para hacerlo. Lo que más a menudo le falta es la voluntad, la decisión y el valor. Si con nuestras oraciones le inspiramos esa voluntad, si lo amparamos y le infundimos valor; si con nuestros consejos contribuimos a la comprensión que le falta, en vez de solicitar a Dios que derogue su ley, nos convertimos en los instrumentos para el cumplimiento de su ley de amor y caridad, en la cual Él nos permite participar de ese modo, para que nosotros mismos demos una prueba de caridad.

 

 

Rogar por el espíritu obsesor, es devolverle bien por mal, y esto es ya una superioridad. Con perseverancia se acaba, en las más de las veces, por guiarlo de nuevo a mejores sentimientos y se consigue hacer de un perseguidor un agradecido.

En resumen, la oración ferviente y los esfuerzos serios para mejorarse, son los únicos medios de alejar los malos Espíritus, los cuales reconocen a sus maestros, en aquellos que practican el bien, mientras que las formulas les causan risa, la cólera y la impaciencia los excitan. Es menester cansarlos mostrándose más paciente que ellos.

 

 

¿Cuál es el mejor modo de orar?

 

El primer deber de toda criatura humana, el primer acto que debe señalar su vuelta a la vida activa de cada día, es la oración. Casi todos vosotros oráis, pero ¡cuán pocos son los que saben hacerlo! ¡Qué importan al Señor las frases que pronunciáis mecánicamente, que habéis convertido en un hábito, en un deber que cumplís y que, como todo deber, os resulta una carga! La oración del cristiano, del espírita, cualquiera que sea su culto, debe ser realizada tan pronto como el Espíritu haya vuelto al yugo de la carne.

 

 

Debe elevarse a los pies de la Majestad Divina con humildad, con profundidad, en un impulso de reconocimiento por todos los beneficios recibidos hasta ese día; por la noche que ha transcurrido, durante la cual se os permitió, aunque sin tener conciencia de ello, ir a ver a vuestros amigos, a vuestros guías, para absorber mediante el contacto con ellos más fuerza y perseverancia.

 

 

La oración debe elevarse humildemente hasta los pies del Señor, para confiarle vuestra debilidad, suplicarle amparo, indulgencia y misericordia. Debe ser profunda, porque vuestra alma debe elevarse hasta el Creador y transfigurarse como Jesús en el Tabor, de modo de llegar hasta Él pura y radiante de esperanza y de amor. Vuestra oración debe contener el pedido de las gracias que os son necesarias, pero de las que necesitáis realmente. Inútil sería, por lo tanto, solicitar al Señor que abrevie vuestras pruebas y que os brinde goces y riquezas.

 

 

Rogadle que os conceda los bienes más preciosos de la paciencia, la resignación y la fe. No aleguéis, como lo hacen muchos entre vosotros: “No vale la pena orar, porque Dios no me escucha”. En la mayoría de los casos, ¿qué es lo que pedís a Dios? ¿Habéis pensado alguna vez en pedirle vuestro mejoramiento moral?. Lo que preferentemente os acordáis de solicitarle es el éxito de vuestras empresas terrenales, y habéis exclamado a menudo: “Dios no se ocupa de nosotros. Si lo hiciera, no habría tantas injusticias!. Si descendieseis al fondo de vuestra conciencia, casi siempre hallaríais en vosotros mismos el origen de los males de que os quejáis. Pedid, pues, ante todo, vuestro mejoramiento, y veréis qué torrente de gracias y consuelos se derramará sobre vosotros.

 

 

Debéis orar sin cesar, sin que por eso os retiréis a vuestro oratorio u os pongáis de rodillas en las plazas públicas. La oración durante el transcurso del día consiste en el cumplimiento de vuestros deberes, de todos vuestros deberes, sin excepción, sea cual fuere su naturaleza. ¿Acaso no realizáis un acto de amor al Señor cuando asistís a vuestros hermanos en alguna necesidad, tanto moral como física? ¿No practicáis un acto de reconocimiento al elevar a Él vuestro pensamiento cuando sois felices, cuando os salváis de un accidente, incluso cuando una simple contrariedad apenas roza vuestra alma, si decís con el pensamiento: ¡Bendito seas, Padre mío!? ¿No es un acto de contrición el hecho de que os humilléis ante el Juez Supremo cuando sentís que habéis cometido una falta, aunque sólo sea mediante un pensamiento fugaz, para decirle: Perdóname, Dios mío, porque he errado (por orgullo, por egoísmo o por falta de caridad). Dame fuerzas para que no vuelva a equivocarme y el valor necesario para reparar mi falta.

 

 

Eso es independiente de las oraciones regulares de la mañana y de la noche, y de las de los días consagrados. Como veis, la oración puede realizarse a cada instante, sin interrumpir en lo más mínimo vuestras actividades. Por el contrario, en ese caso la oración las santifica. Creed que uno solo de esos pensamientos, si brota del corazón, es más escuchado por vuestro Padre Celestial que esas largas oraciones dichas por costumbre, a menudo sin un motivo determinado, a las cuales sois convocados automáticamente a una hora convenida. (V. Monod. Burdeos, 1868.)

 

 

Bibliografía

 

1. KARDEC, Allan. El Evangelio según el Espiritismo. Capítulo XXVII, ítem 6.

2. __________. Ítem 9.

3. __________. Ítem 11.

4. __________. Ítem 12.

5. __________. Ítem 22.

6. __________. Ibídem.

7. __________. Ibídem.

8. __________. Capítulo XXVIII, ítem 2.

9. __________. El Libro de los Espíritus. Pregunta 659.

- KARDEC, Allan. Obras Póstumas. Capítulo 7 De la obsesión.

10. DENIS, León. Después de la Muerte. Quinta parte, cap. LI (La oración).

11. XAVIER, Francisco Cândido. Acción y Reacción. Dictado por el Espíritu André Luiz. Cap. 19 (Sanciones y auxilios).

12. __________. Misioneros de la Luz. Dictado por el Espíritu André Luiz. Cap. 6 (La oración).

13. __________. Ibídem.

14. __________. Los Mensajeros. Dictado por el Espíritu André Luiz. Cap. 25 (Efectos de la oración).

15. __________. Viña de Luz. Dictado por el Espíritu Emmanuel. Cap. 98 (La oración renueva).

16. VINICIUS. Nas Pegadas do Mestre. 9. ed. Rio de Janeiro: FEB, 1995. (Rezar e orar),

p. 135.

17. Divaldo Franco/Joanna de Ángelis. Momentos de Salud.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por este estudio en profundidad

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Reflexiones

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