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En el intervalo de sus existencias corporales, los Espíritus se encuentran en el estado de erraticidad y forman la población espiritual de la Tierra. A través de las muertes y los nacimientos, ambas poblaciones, la terrestre y la espiritual, se intercambian sin cesar la una en la otra.
En cuanto a su estado, pueden ser: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo; errantes, es decir, desprendidos del cuerpo material y en espera de una nueva encarnación para mejorar; y Espíritus puros, es decir, perfectos y sin necesidad de volver a encarnar. Entre los Espíritus no encarnados, los hay que tienen misiones que cumplir, ocupaciones activas, y gozan de una felicidad relativa. Otros se mantienen en la vaguedad y la incertidumbre: son errantes en la verdadera acepción de la palabra. Estos últimos son en realidad los que designamos con el nombre de almas en pena. Los primeros no siempre se consideran errantes, porque hacen una distinción entre su situación y la de los otros. (L.E. Cuestiones 223, 224, 225, 226).
El espíritu errante puede mejorar mucho, siempre según su voluntad y su deseo. No obstante, en la existencia corporal es donde pone en práctica las nuevas ideas que ha adquirido.” (LE. 230)
Los Espíritus inferiores e imperfectos, desempeñan también un papel útil en el universo. Todos tienen deberes que cumplir. ¿Acaso el último de los albañiles no coopera en la construcción del edificio tanto como el arquitecto? (LE. 559).
LA MANSIÓN DE LA ESPERANZA
La primera noche la pasamos en ansiosa expectación. Nuestros aposentos daban
al jardín y desde allí veíamos el amplio
horizonte de la metrópoli, adornado de pabellones graciosos que parecían construidos en madreperla y de
cuyos cobertizos, que lo adornaban pintorescamente,
emanaban fragancias delicadas de miríadas de arbustos
y tiernas flores, que ya no eran monótonas,
blancas, como en el Departamento Hospitalario.
Todo indicaba que estábamos, según nuestras
afinidades, en una Ciudad Universitaria, donde iban a concedernos
nuevos ciclos de estudio y aprendizaje, según nuestro
deseo.
Mientras paseábamos, ante nuestros ojos interesados
se extendía un paisaje ameno y seductor, donde soberbios
edificios, en un estilo fantástico, que parecía el
modelo de una civilización que nunca llegaría
a concretarse en la Tierra, nos llevaron a
meditar sobre la posibilidad que neblinas ignotas,
irisadas de palideces también desconocidas, habían servido a los artistas de aquellas cúpulas seductoras, los encajes sugestivos, el pintoresco encanto de los
balcones convidando a la mente del poeta a devaneos profusos, camino al ideal.
Unas inmensas avenidas se abrían entre arboledas majestuosas
y lagos dulcemente encrespados, orlados de ramilletes floridos y perfumados. Y,
alineadas, como en una visión inolvidable de una ciudad de hadas, las
facultades donde el infeliz suicida debería capacitarse para sus decisivas reformas
personales, indispensables para ser admitido a la verdadera iniciación, más
tarde, después de una nueva encarnación terrena, donde testificase los valores
adquiridos durante la preparación.
No es posible describir el encanto que irradiaba de
ese barrio donde las cúpulas y torres de los edificios parecían filigranas
resplandeciendo discretamente, como rociadas, y sobre las que los rayos del
astro rey, proyectados en conjunto con evaporaciones de gases sublimados,
prestaban tonalidades de efectos cuya belleza no se puede comparar con nada.
En todo, sin embargo, se adivinaba una augusta superioridad,
desprendiendo sugestiones grandiosas, inconcebibles al hombre encarnado. Pero
no se trataba de una residencia privilegiada, sino sólo un nivel más arriba del
triste asilo hospitalario...
Emocionados, nos detuvimos ante las facultades
donde íbamos a estudiar. Allá estaban, coronándolas, los letreros descriptivos
de las enseñanzas que recibiríamos:
–Moral,
filosofía, ciencia, psicología, pedagogía, cosmogonía, e incluso un idioma
nuevo, que no iba a ser sólo una lengua más, utilizada en la Tierra como adorno
de ricos u ornamento frívolo de quien tuviese recursos monetarios
suficientes para comprar el privilegio de aprenderla. ¡No! El
idioma cuya indicación allí nos sorprendía
sería el idioma definitivo, que había de estrechar en el futuro las relaciones entre los hombres y los
Espíritus, por facilitarles el entendimiento,
removiendo igualmente las barreras de la
incomprensión entre los humanos y contribuyendo
para la confraternización ideada por Jesús de Nazaret:
¡Una sola lengua, una sola bandera, un solo pastor!
Ese idioma, cuya ausencia entre médiums brasileños
me había imposibilitado realizar obras como yo hubiese deseado, contribuyendo para que fuese más penoso el trabajo de mi rehabilitación, tenía un nombre que se aliaba
al dulce alivio que aclaraba nuestras mentes. Se
llamaba, como nuestro barrio, Esperanza, y
allá estaba, junto a los demás, el majestuoso
edificio donde se impartía su aprendizaje.
Convenía que lo aprendiésemos, para que, al reencarnar,
llevándolo impreso en el fondo del Espíritu, no descuidásemos de ejercitarlo en la Tierra.
El benéfico frescor matinal traía a nuestro olfato
el perfume dulcísimo, que creímos provenían de los claveros
sanguíneos que las portuguesas tanto gustan de
cultivar en sus jardines y de las tiernas
glicinias, excitadas por el rocío saludable de
la alborada. Y los pájaros, cantaban a lo lejos tiernas melodías, completando la dulzura del cuadro.
Habíamos llegado la víspera, cuando las estrellas comenzaban a brillar
irradiando caricias luminosas. Romeu y Alceste
nos presentaron a la dirección del nuevo Instituto
y se despidieron enseguida, dando por terminada su misión junto a nosotros. No fue sin profunda emoción
que vimos partir a los jóvenes a quienes tanto
debíamos, y a los que abrazamos, conmovidos, aunque, sonriendo, nos dijeron: –No estaremos
separados. Sólo cambiasteis de recinto, dentro
del mismo hogar. ¿No es el mismo universo
infinito el hogar de las criaturas de Dios?...
El hermano Sóstenes era el director de la ciudad Esperanza. Nos habló
grave, discreto, bondadoso, sin que nos
animásemos a mirarle: – ¡Sed bienvenidos,
queridos hijos! Que Jesús, el único Maestro
que aquí encontrareis, os inspire la conducta a seguir en la nueva etapa que hoy iniciáis. ¡Confiad!
¡Aprended! ¡Trabajad! para que podáis vencer. Esta
casa es vuestra. Habitáis, por tanto, en un
hogar que es el vuestro, y donde encontrareis
hermanos, como vosotros, hijos del Eterno.
María, bajo el beneplácito de su Augusto Hijo, ordenó su creación para
facilitaros la indispensable rehabilitación.
Encontrareis en su amor de Madre la base sublime
para vencer los errores que os alejaron de los pasos del gran Maestro a quien debéis amor y obediencia. Es
necesario, por tanto, apresurar la marcha y recuperar
el tiempo perdido. Espero que sepáis
comprender con inteligencia vuestras propias
necesidades...
No respondimos y las lágrimas humedecieron nuestras mejillas. Éramos como
niños tímidos que se viesen a solas por
primera vez con el viejo y respetable profesor todavía difícil de comprender. Después, nos condujeron al internado
donde íbamos a residir. Pasamos allí la noche y por
la mañana, salimos a pasear.
En los parques que rodeaban la ciudad, encontrábamos
a grupos de alumnos oyendo a sus maestros bajo la poesía dulcísima
de arboledas frondosas, atentos y absortos como en otro tiempo lo habrían sido los discípulos de Sócrates o
de Platón, bajo el murmullo de los plátanos de
Atenas; los iniciados del gran Pitágoras y los
habitantes de Galilea y Judea, Cafarnaúm y
Genesaret, embebidos ante la intraducible
magia de la palabra mesiánica.
Las jóvenes caminaban por las alamedas, acompañadas de asistentes como Marie
Nimiers, a quien más tarde conoceríamos muy de
cerca; o como Vicenta de Guzmán, joven religiosa de la antigua orden de S.
Francisco, hermana de nuestro antiguo benefactor,
Ramiro de Guzmán, que igualmente pasamos a
bien querer cuando supimos su parentesco con
aquel magnífico servidor de la Sección de las Relaciones
con la Tierra.
Absortos, consentíamos que la imaginación se
desbocase arrastrada por las sugestiones, dejando palpitar en nuestra
mente múltiples impresiones, cuando alguien me tocó
suavemente en el hombro, produciendo en mi
sensibilidad la tierna emoción de una caricia
infantil que me despertaba de un prolongado
entorpecimiento.
Me volví, ya que sólo estaba con Juan y
Belarmino, y los demás se habían internado en
el Recogimiento. Dos damas estaban a nuestro lado,
invitándonos para una reunión de honor convocada para el pequeño grupo llegado ayer. Decían que íbamos a
ser presentados a nuestros nuevos mentores, aquellos
que nos darían la educación definitiva. Nos
iban a entregar a ellos como los verdaderos
guardianes que velarían paternalmente por
nosotros hasta terminar el curso de experiencias renovadoras que urgía realizar
en nuestra próxima encarnación en el plano
terrestre.
La primera de ellas, justamente la que había tocado
mi hombro, era una joven rubia y delicada, que tendría unos
quince años, muy agraciada. Vestía curiosamente de
una manera que no escapó a nuestro análisis:
Una túnica blanca atada a la cintura, manto
azul colgado al antiguo uso griego y una
pequeña guirnalda de minúsculas rosas adornándole la frente. Parecía un ángel a quien le faltasen las alas.
Al comienzo creí que era víctima de una
alucinación, ya que, salido del Valle de los Condenados
para la Ciudad de la Esperanza, tendría el don
de crear lo opuesto de lo hediondo, o sea, lo
agradable y lo bello. La niña se llamaba Rita
de Cassia de Forjaz Franzâo, nombre de una familia aristócrata en su última etapa terrestre en Portugal. Más
tarde, pasados algunos días, me explicó el origen de
su vestimenta: –Me sepultaron así, o mejor, así vistieron mi cuerpo,
cuando lo abandoné por última vez, en la Tierra. Tan
grata fue a mi corazón la vuelta a lo
invisible, a pesar de la tristeza que ocasionó
a un ser muy querido para mi, que retuve en mi
mente el recuerdo del último “vestido” terrestre...
La segunda, alta, también rubia, debería haber
dejado el cuerpo no lejos de los cincuenta años, conservando aun las
impresiones mentales que permitían esas
observaciones. Simpática y atractiva, me
extendió la mano muy gentilmente,
presentándose a nosotros:
–Tengo la certeza que ya oísteis hablar de mí... Soy
Doris Mary Steel da Costa y vengo de una existencia pasada en la
que muy gratamente serví de madre a mi pobre Joel...
vuestro amigo del Departamento Hospitalario.
Nos sentimos encantados, sin palabras
suficientemente expresivas para traducir la emoción que nos conmovía.
Respetuosamente besamos su mano pero sinceramente,
sin la afectación que antes teníamos
costumbre...
A la hora señalada entramos en la sala de reuniones, situada en la sede
central del nuevo Departamento, acompañados
por las hermanas vigilantes encargadas del servicio
interno.
Nuestro grupo, cerca de doscientas personas, era de
los más grandes que había en ese momento en la Ciudad, contando en su conjunto con un gran contingente de damas
brasileñas pertenecientes a diversos planos sociales
de la Tierra, lo que nos sorprendió,
reconociendo que la estadística de suicidios
de mujeres en el Brasil era mucho mayor que la
de Portugal. Presidía la magna reunión el Director
del Instituto, el hermano Sóstenes.
De entrada, nos exhortó a un homenaje mental al Creador, lo que hicimos
orando íntimamente, tal como nos fuese
posible, impulsados por un sincero respeto. A su derecha estaba un anciano, cuyas blancas barbas, bajando
hasta la cintura, para terminar en punta, le
imprimían tal aspecto venerable que,
emocionados, nos creímos en presencia de uno
de aquellos patriarcas que los libros sagrados
nos retratan o a un faquir hindú experto en virtudes
y ciencias a través de las más austeras disciplinas.
A la izquierda, otro iniciado nos despertó la
atención con su perfil hindú clásico, lo que
infundió a nuestro espíritu un singular
sentimiento de atracción. Tan venerable como el otro, el nuevo personaje tenía, sin embargo, menos edad,
reflejando antes la madurez con la pujanza de su
equilibrio racional estampada en el vigor de
sus facciones que nos dejaba ver con nitidez.
Más allá, un joven casi adolescente nos despertó
mayor atención, ya que ocupaba otra cátedra de maestro, y no el lugar
reservado a los adjuntos. Con un rostro
angelical, por así decirlo, su perfil hebreo irradiaba una dulzura tan impresionante que creíamos tratarse antes
de una aparición de las que mencionan los libros
orientales, si no fuese por la realidad
indiscutible de todo cuanto nos rodeaba.
Sóstenes estaba a la derecha, al lado del anciano.
A una seña del hermano Sóstenes, se inició la
llamada de los pacientes. Nuestros nombres, registrados en el voluminoso libro de matrícula donde firmamos al llegar
resonaban, uno a uno, proferidos por la vigorosa voz
de un adjunto que, al lado de la tribuna de
honor, ejercía como secretario de la reunión.
Y, oyendo que nos llamaban, respondíamos
tímidamente, como colegiales bisoños, mientras
el eco hacia repetir nuestros nombres más allá, entre salas y galerías, llevándolos, a través de las
alamedas distantes, de los parques de la
ciudad que se extendía entre flores y
pabellones grandiosos, para perpetuarles, ¿quién sabe? repercutiéndoles a través del infinito y de la
eternidad...
El director se levantó para el discurso de honor:
–Iniciáis en este momento una nueva fase en vuestra existencia de Espíritus, queridos amigos. Entre tantos
pacientes que llegaron con vosotros a esta Colonia,
fuisteis los únicos en alcanzar las
condiciones indispensables para las luchas del
aprendizaje espiritual que os proporcionará una
base sólida para adquirir valores personales en el porvenir. Seréis matriculados en nuestras Facultades, ya
que presentáis el necesario desarrollo moral y
mental para la adquisición de esclarecimientos
que os permitirán la próxima reencarnación
recuperadora, capaz de daros la rehabilitación
decisiva del error en que sucumbisteis.
Como debéis haber percibido desde hace mucho, no
sois condenados irrecuperables a los que la Ley universal aplica
medidas extremas, relegándoos a la eterna
inferioridad del presente y al abandono de las
angustias inconsolables actuales, por
excluiros vosotros mismos de la armonía apropiada
a toda criatura originada del Sempiterno amor. Al contrario, os decimos que tenéis el derecho de esperar mucho
de la bondad paternal del Omnipotente creador, porque, la misma Ley, establecida por Él, que infringisteis
con el suicidio, os proporcionará a todos la
posibilidad de recomenzar la experiencia
interrumpida por el suicidio, dándoos,
honrosamente, la oportunidad de una rehabilitación
segura.
Nada conocéis, sin embargo, de la vida espiritual y
es preciso que la conozcáis. Hasta ahora vuestras estancias en
la erraticidad vienen verificándose en zonas
inferiores de lo invisible donde poco habéis
aprovechado moralmente, a causa de la coraza
de animalidad que envuelve vuestras vibraciones
mentales unidas, particularmente, al dominio de las sensaciones. Hace cerca de un siglo, sin embargo, llegó
la época de anteponer rigores a vuestros
continuados desatinos y despertaros del
círculo vicioso en que os dejasteis estar
encaminándoos hacia la alborada de la redención
con Jesús, que os conducirá al verdadero objetivo que, como criaturas de Dios, debéis forzosamente alcanzar.
Muchos de vosotros, que fuisteis doctos en la
Tierra, lúcidas inteligencias que se impusieron en el concepto de
la sociedad terrestre, desconocéis, todavía,
los más rudimentarios principios de
espiritualidad, llevando realmente la
displicencia al extremo de negarlos y combatirlos,
cuando los descubristeis en el carácter del prójimo.
Debéis, por eso mismo, iniciar con nosotros un curso de reeducación moral-mental-espiritual,
que es lo que os ha faltado, ya que las
predisposiciones para ello se encontraban en
las invocaciones desesperadas de los sufrimientos
por los que pasáis.
Si no hubiera sido por el gesto audaz de
precipitación, contrario a las leyes invariables que aun desconocéis, hoy
estaríais glorificados por una victoria magnífica,
laureados por el cumplimiento del deber,
preparados para nuevos ciclos de aprendizaje.
Sin embargo, el suicidio, no
os trajo la muerte, porque la muerte es ficción en este
universo vivo y regido por leyes eternas
provenientes de la sabiduría del Creador
eterno que no os concedió ni reposo, ni olvido, ni aniquilamiento, porque no alcanzó sino al cuerpo físico
y nunca al espiritual, donde reside vuestra
personalidad verdadera y eterna.
El suicidio, insisto, arrebató todo el mérito que podríais
tener, precipitándoos a una situación calamitosa,
de la que no saldréis mientras no se realice una restauración total. Y os advierto, mis amigos, que, en la
lucha que emprenderéis para conseguir tal objetivo,
más de un siglo presenciará las lágrimas que
derramareis sobre las consecuencias del
execrable acto irrespetuoso tanto hacia vosotros
mismos, como hacia Dios.
Sin embargo, las enseñanzas que os administraremos influirán bastante en la
victoria que alcanzaréis. Pero, no saldréis de
este local, alcanzando esferas espirituales más compensadoras, mientras de nuestro Instituto, o de vuestras conciencias, no recibáis certificados de rehabilitación, que os permitirán el ingreso a lugares
normales en la jerarquía de la evolución, y tales
certificados, mis amigos, solo os serán
confiados después de la reencarnación que
deberéis abrazar, una vez terminado el curso
iniciado en este momento...
Siguió una breve pausa, dándonos la impresión de que
nuevas disposiciones despertaban las fibras de nuestras almas. Volviéndose hacia
los tres compañeros que le rodeaban, el orador
continuó, acaparando más nuestra atención:
–Aquí tenéis a vuestros educadores. Son como ángeles tutelares que se
inclinarán sobre vosotros y vuestros destinos,
amparándoos en la espinosa jornada. Os acompañarán,
a partir de este momento, todos los días de vuestra
vida, y solo darán por cumplida la noble misión junto a vosotros, cuando, una vez glorificados por la
observancia de la Ley que infringisteis, volváis de
la Tierra, nuevamente, a este asilo,
recibiendo, entonces el pasaporte para otra
localidad espiritual, donde iniciaréis la ruta evolutiva normal interrumpida por el suicidio.
Las credenciales de los maestros a quienes, en este momento, os entregamos en
nombre del Pastor celeste, se extienden, en
virtudes y méritos, a un pasado remoto, comprobado
muchas veces en testimonios santificantes.
A mi derecha, está Epaminondas de Vigo, quien, en
escala ascensional brillante, viene desde el antiguo Egipto hasta
los sombríos días de la Edad Media, en España,
sirviendo a la verdad y exaltando el nombre de
Dios, sin que sus triunfos se hayan aminorado
en los planos de la Espiritualidad hasta el
momento presente. En los tiempos apostólicos, donde, como discípulo de Simón Pedro, glorificó al Maestro Divino,
tuvo el honor supremo de sufrir el martirio y la
muerte en el circo de Domício Nerón.
En España, bajo el imperio de las tinieblas que
rodeaban las leyes impuestas por el llamado Santo Oficio, brilló
como estrella salvadora, mostrando caminos
sublimes a los desgraciados y perseguidos, así como a muchos corazones ansiosos por el ideal divino, empuñando antorchas de
ciencias sublimadas en el amor y en el respeto a los
Evangelios del Cordero Inmaculado, ciencias que había
ido a buscar, desde hacía mucho, en
peregrinaciones devotas, a los arcanos
sagrados de la vieja India, sabia y protectora, en la Tierra, de verdades inmortales.
Pero justamente porque brilló en medio de las
tinieblas, le sacrificaron nuevamente, ya no tirando su viejo cuerpo
carnal a las fieras hambrientas, y sí quemándole en
la hoguera pública, donde, una vez más, probó
él su incorruptible dedicación al Señor Jesús
de Nazaret.
A la izquierda tenéis a Souria-Omar, antiguo maestro
de iniciación en Alejandría, filósofo en Grecia, después de la
venida de Sócrates, cuando comenzaban a encenderse
para el pueblo los brillos inmortales, hasta
entonces alejado de los conocimientos
sublimes, ya que estos eran mantenidos en secreto
y sólo para conocimiento y uso de sabios y doctos.
Como eminente precursor del Gran Maestro, enseñó la doctrina secreta a discípulos elevados de las más
modestas clases sociales, a los desheredados e
infelices; y, a la sombra benéfica de las
hayas frondosas o bajo la poesía de los
plátanos, les proporcionaba enseñanzas llenas de divina magnificencia, transportándoles de felicidad en la
elevación de los pensamientos hacia el Dios
sempiterno, creador de todas las cosas, aquel
Dios desconocido cuya imagen no constaba en la
colección de los altares de piedra de la
antigua Hélade...
Más tarde, le tenéis reencarnado en la propia Judea, atraído por la figura
incomparable del Maestro de los maestros,
manifestándose en actitudes humildes, oscuras, pero generosas y sanas, por seguir los pasos luminosos del celeste
Pastor.
Entrado ya en edad avanzada, conoció las férreas persecuciones de
Jerusalén, después del apedreamiento de
Esteban. Estoico, fortalecido por una fe inquebrantable,
sufrió un largo martirio en el fondo siniestro de un antiguo calabozo; torturado con la ceguera, por ser
considerado hombre letrado y, por tanto, peligroso,
nocivo a los intereses farisaicos; martirizado
con golpes y mutilaciones dolorosas, hasta
sucumbir, ignorado por la sociedad, irreconocible
por la propia familia, pero glorificado por el
Maestro Excelso, por cuyo amor soportó todo con humildad, amor y reconocimiento.
Segunda
parte
Souria-Omar, como Epaminondas, dirigió su mente hacia las altas expresiones de la espiritualidad,
desde hace muchos siglos, con
el alma fervorosamente entregada en la pira sagrada de la ciencia divina y del
amor a Dios. Hoy, se encuentra trabajando en la región de angustias en que nos encontramos todos,
materializado hasta el punto de poder ser
reconocido por vosotros en su última estructura corporal. No será porque le falten luces y méritos para
alcanzar otros lugares, en armonía con sus méritos,
sino porque fieles, ambos, a los principios de
la iniciación cristiana, que observa por
encima de cualquier otra norma, prefiere
extender atenciones y amor a los más desgraciados y desprovistos de ánimo, dedicándose a encaminarles a la
redención inspirados en el ejemplo del Príncipe
celeste que abandonó Su reino de glorias para
darse, en sacrificios continuos, al bien de las
ovejas de la Tierra...
Y Aníbal, queridos hijos. Este joven que conoció personalmente a Jesús de Nazaret, durante sus sermones
inolvidables a través de la sufrida Judea. Aníbal de
Silas, uno de aquellos niños presentes en el
grupo que Jesús acarició cuando exclamó,
demostrando la inconfundible ternura que una vez más expandía entre las ovejas
aun vacilantes: “Dejad que los niños vengan a
mí, porque de ellos es el reino de los
Cielos...”
Aníbal, que os dará enseñanzas cristianas exactamente
como las oyera del mismo Rabí, a quien ama con
arrebatos de idealista entusiasta y ardoroso,
desde la infancia lejana, pasada, entonces, en
Oriente.
Dice que, cuando el Señor enseñaba su hermosa doctrina
de amor, surgían escenas explicativas, de maravillosa
precisión y encanto inefable, a la visión del oyente
de buena voluntad, explicando todo de manera
inconfundible, al imprimir en los arcanos del
ser de cada uno el ejemplo que nunca más sería
olvidado. Por eso, hablando, conseguía el gran
Enviado refrenar, con una serenidad inalterable, multitudes hambrientas por largas horas, dominar turbas
rebeldes, arrebatar oyentes, convencer corazones que,
o se arrodillaban a su paso, tímidos y
aturdidos, o se prendían a su doctrina para
siempre, encantados y fieles.
Los impíos, sin embargo, cuyas mentes viciadas permanecían desafinadas con las vibraciones divinas, no
percibían nada, oyendo sólo relatos cuya sentido
excelso no eran capaces de alcanzar, ya que
traían las almas impregnadas del virus letal
de la mala voluntad. Uno de esos cuadros o
escenas, ciertamente el más bello de cuantos el Maestro amado creó para instruir a sus ovejas descarriadas,
el que lo retrataba en su gloria de unigénito del
Altísimo, bastó para que Saulo de Tarso se
transformase en ardiente defensor de la
doctrina redentora con que honró al mundo. Aníbal
creció, se hizo hombre, sintiéndose siempre envuelto
por las radiaciones del divino Pastor, que nunca más se apagaron en sus recuerdos.
Trabajó por la causa, repitió aquí y allí lo que
oyera del Señor o de sus Apóstoles, prefiriendo, sin embargo, instruir a
criaturas y jóvenes, acordándose de la dulzura indecible con que Jesús se
dirigía a la infancia. Viajó y sufrió persecuciones,
ultrajes, injurias, injusticias, porque era de
buen gusto social criticar a los adeptos del
Nazareno, ofenderles, perseguirles y matarles.
Y, una vez llegado a Roma, se vio glorificado por el martirio, por amor al Enviado celeste: su cuerpo fue
quemado en uno de aquellos postes de iluminación
festiva, en la célebre ornamentación de los
jardines de Nerón, a los treinta y siete años
de edad.
Pero, entre la tortura del fuego y el espanto del sublime
testimonio, él, que se consideraba humilde e
incapaz de merecer tan elevada honra, volvió a visualizar de nuevo las márgenes del Tiberíades, el lago
hermoso de Genesaret, las aldeas simples y
pintorescas de Galilea y a Jesús evangelizando
dulcemente la Buena Nueva celestial con
aquellas arrebatadoras escenas que, en la hora suprema, se mostraban aún más bellos y fascinantes a su
alma de adepto humilde y fervoroso, mientras su voz
dulcísima repetía, como el beso de la extremaunción
que bendecía su alma, destinándola a la gloria
de la inmortalidad:
“Venid a mí, benditos de Mi Padre, pasad a mi
derecha...”
Como enamorado sincero de la Buena Nueva del Cordero
inmaculado, esa será la enseñanza que os
administrará, pues, para él, sois niños que
todo lo ignoráis acerca de ella... Y lo hará
como aprendió del Maestro inolvidable, en cuadros demostrativos que os representen, lo más fielmente posible,
el encanto que para siempre le arrebató y prendió a
Jesús. Para especializarse en tan sublime
nivel mental le han sido necesarias al devoto
Aníbal vidas sucesivas de renuncias, trabajos,
sacrificios, múltiples y dolorosas experiencias en el camino de su progreso,
pues solamente así es posible desarrollar en las facultades del alma tan precioso
don.
Él lo consiguió, sin embargo, porque jamás en su corazón faltó la
voluntad de vencer, jamás olvidó los días gloriosos
de los sermones mesiánicos, el momento, sempiterno
en su espíritu, en que sintió la diestra del celeste Mensajero posándose sobre su frágil cabeza de niño, para el
convite inolvidable:
“Dejad que los niños vengan a mí...”
Aníbal venía siendo preparado desde eras lejanas
para eso. Vivió en los tiempos de Elías, respetando el nombre del
verdadero Dios. Fue, más tarde, iniciado en los
misterios augustos de las ciencias, en la
antigua escuela de los egipcios. El respeto y
la devoción al Dios verdadero, y a la esperanza
inquebrantable en el advenimiento libertador del Mesías divino, iluminaban su mente desde entonces, entre
antorchas de virtudes que nunca desaparecerían.
No obstante, después del sacrificio en Roma,
trabajador e infatigable, renació de nuevo
sobre la costra del planeta. Le seducía la
voluntad poderosa e inflexible de seguir las pisadas
del Maestro, siguiendo a Sus divinas invocaciones.
Sufrió, por eso, nuevas persecuciones en tiempos de
Adriano, y se alegró con la victoria de Constantino.
Desde entonces, se dedicó particularmente al amparo y
a la educación de la infancia y de la
juventud. Sacerdote católico en la Edad Media,
en más de una ocasión se convirtió en el ángel
tutelar de pobres criaturas abandonadas,
olvidadas por la prepotencia de los señores de
entonces, convirtiéndolas en hombres útiles y aprovechables
para la sociedad y en mujeres honestas, dedicadas al culto del deber y la
familia.
Y tanto Aníbal se preocupó con la infancia y la
juventud, tanto fijó sus energías mentales en aquellas caritas hermosas y dulces,
que su mente imprimió en sí misma un eterno rostro de
adolescente gentil, pues, como veis, se diría que aún
es el niño acariciado por el Maestro Nazareno,
en Judea, hace casi dos mil años... hasta que
un día, glorioso para su espíritu de siervo
fiel y amoroso, una orden directa bajó de las altas esferas de luz, como gracia concedida por tantos siglos de
abnegación y amor:
–Ve, Aníbal... y ofrece tus servicios a la Legión de
Mi Madre. Socorre con Mis enseñanzas, que
tanto aprecias, a los que encuentres más
carentes de luces y de fuerzas, confiados a
tus cuidados... Piensa, preferentemente, en aquellos
cuyas mentes han desfallecido bajo las penas del suicidio...
Les entregué, desde hace mucho, a la dirección de Mi Madre, porque sólo la
inspiración maternal es lo bastante caritativa
para levantarles hacia Dios. Enséñales Mi palabra. Despiértales, recordándoles los ejemplos que dejé. A través
de Mis lecciones, enséñales a amar, a servir, a
dominar las pasiones, oponiendo a ellas las
fuerzas del conocimiento, a encontrar el
camino de redención en el cumplimiento del deber,
que tracé para los hombres, a sufrir con paciencia, porque el sufrimiento es anuncio de gloria y palanca
poderosa del progreso...
Ábreles el libro de tus recuerdos. Recuerda cuando me oías,
en Judea... e ilumínales con la claridad de Mi
Evangelio, pues solo es eso lo que les falta... Y aquí le tenéis, queridos hijos, modesto, pequeñito como
un adolescente, pero tocado por la llama inmortal de
la inspiración que le une a la bondad del
Maestro Excelso... A él os confío.
Una intensa conmoción alcanzaba nuestras almas, extrayendo
de lo más íntimo de nuestro ser sentimientos de admiración por las tres figuras que nos presentaban y que
tan estrechamente se ligarían a nuestro destino por
un tiempo que no podíamos prever en absoluto.
También la inconfundible figura del Nazareno
nos estaba siendo singularmente presentada. La
verdad es que, hasta entonces, Él aparecía en
nuestro pensamiento más como algo sublime e
ideal, incomprensible a la mente humana, que
como una personalidad real, capaz de hacerse comprensible
e imitada por las demás criaturas. Nuestros tres
maestros, sin embargo, habían sido contemporáneos suyos. Le conocieron y le oyeron hablar. Realmente hablaron con Él, porque se notaba que el divino Maestro
jamás se negó a hablar con quien le buscase. Uno de
aquellos mismos maestros había sentido la blanda
caricia de su mano acariciarle la cabeza.
Jesucristo, así conocido, visto y amado,
atraía nuestra atención.
Muchos internos presentes habían bajado la frente.
Otros se abandonaban a un llanto silencioso y
discreto que bajaba rociando sus almas, en un
grato y fervoroso bautismo. Se produjo un
silencio por algunos instantes, después Sóstenes continuó:
–Como nunca es aconsejable la pérdida de tiempo,
porque, algunos minutos desperdiciados en la bendita
labor del progreso podrán acarrear en el
futuro sinsabores difícilmente reparables,
iniciaremos hoy mismo medidas favorables a
vosotros. Seréis nuevamente divididos en grupos
homogéneos de diez individuos, continuando separados,
como en el Hospital, las damas de los caballeros. Solamente durante las clases o en días fijados para reuniones recreativas, podréis veros e intercambiar ideas.
Eso sucede porque traéis aún restos penosos de la
materia, inquietudes mentales perturbadoras, que conviene educar.
Vuestros pensamientos deberán habituarse a la
disciplina higiénica, encaminándose lo más
rápidamente posible hacia las buenas
expresiones del espíritu, para pensamientos cuya meta esté en la idea de Dios.
Haréis con nosotros el ejercicio mental de elevación
del ser hacia el Infinito; pero para que
consigáis eso será indispensable que os
desprendáis de preocupaciones subalternas. La
idea del sexo es una de las más incomodas trabas
para las conquistas mentales. Las inclinaciones sexuales oprimen la voluntad, turban las energías del alma
y entorpecen sus facultades, arrastrándola a
vibraciones pesadas e inferiores, que retrasan
la acción del verdadero estado de
espiritualidad. Por eso, es prudente el aislamiento,
mientras no progreséis lo suficiente, será un buen
consejero que os llevará al olvido de que ayer fuisteis hombres y mujeres, recordándoos que, ahora, os debéis
buscar preferentemente con el amor espiritual y con
el sentimiento fraterno e inclinación divina,
apropiada para los arrebatos del espíritu.
No obstante, entidades ya educadas en las reales
afinidades del alma, y que animaron en la Tierra
cuerpos femeninos, van a acompañaros tanto en
la misión educativa, como en la familiar.
Escogidas en nuestro cuerpo de vigilantes,
serán preceptoras que os auxiliarán en la verdadera
adaptación al ambiente espiritual, que en verdad desconocéis, ya que vuestras estancias en el Más Allá han
sido, hasta ahora, sólo entre las capas inferiores de
lo Invisible, lo que no es la misma cosa...
Ellas oirán vuestras confidencias, os
consolarán con sus consejos y experiencias, cuando
las fatigas o las posibles añoranzas amenacen vuestro
ánimo; atenderán vuestras peticiones, transmitiéndolas a la dirección de esta
Mansión, y, actuando así, mantendrán alrededor de vuestros corazones los dulces
y sacrosantos sentimientos de la familia, impidiendo que les olvidéis por una larga separación, pues no podréis prescindir
de estos sentimientos, como son experimentados en la Tierra, porque
reencarnareis todavía muchas veces en sus escenarios, reconstituyendo hogares
que no siempre supisteis apreciar, testimoniando enseñanzas que habéis de
aprender en el plano espiritual, con vuestros
maestros, delegados de Jesús.
Desempeñarán junto a vosotros el papel de la solicitud materna y
del interés y la dedicación fraterna.
Como veis, toda la ayuda que la Ley permite en
vuestro caso, os será concedida por la magna Dirección de la
Colonia Correccional que os recoge, cuyos
estatutos, fundamentados en la doctrina excelsa
del amor y de la fraternidad, tienen por ideal
el educar para elevar y redimir. Avanzad,
pues, queridos amigos y hermanos, valientes y decididos,
para la batalla que os concederá la libertad de las graves consecuencias que creasteis en la hora de la infeliz
y temeraria inspiración.
En un salón que precedía a la sala de asambleas, encontramos a las Damas de la Vigilancia, noble corporación
de legionarias que ejercían el aprendizaje sublime
para las futuras tareas femeninas que
experimentarían en la Tierra, y lo hacían
junto a nosotros, sus hermanos sufridores carentes
de consuelo. Esperaban a sus protegidos, para ser debidamente presentadas. El grupo formado desde el Hospital por Belarmino de Queiroz y Souza, Juan de Azevedo
y yo, con algunos aprendices afines, portugueses y brasileños, recibió como futuros “genios buenos” a
las damas que nos habían llevado a la reunión de la que saliéramos, es
decir, Doris Mary y Rita de Cassia.
Encantados con el acontecimiento, porque una
irresistible simpatía ya impulsaba nuestros Espíritus hacia ellas, confesamos
conmovidos la satisfacción que nos inundaba al
besarles la mano que bondadosamente nos
extendieron.
Sin pérdida de tiempo, fuimos encaminados al noble
edificio en el que se impartían las clases de
filosofía y moral, uno de los magníficos
palacios situados en la hermosa avenida
académica.
Cuando entramos al recinto de las aulas, una suave conmoción agitó las fibras doloridas de nuestro ser. Era un
salón inmenso, dispuesto en semicírculo, cuyas
cómodas graderías tenían un trazado idéntico,
mientras una placa luminosa de grandes
dimensiones despertaba la atención del
visitante, y en el centro, junto a ella, la cátedra del expositor, profesor emérito del trascendental curso que
íbamos a iniciar. Notamos que no nos resultaban
extraños los aparatos. Ya los habíamos visto
más de una vez en los servicios del Hospital.
Sin embargo este parecía perfeccionado,
presentando una ligereza y dimensiones diferentes.
Suaves tonalidades blanco azuladas proyectaban en el
ambiente en que entrábamos por primera vez el encanto
sugestivo de los santuarios. Jamás habíamos sentido
tan profundamente la insignificancia de
nuestras personas como al entrar al extraño
anfiteatro donde el primer detalle que
despertó nuestra atención era la sublime invitación del Señor de Nazaret, escrito en caracteres fulgurantes sobre
la pantalla:
“Venid a mí; todos los que estáis fatigados y
cargados, yo os haré descansar.
De repente el tintinear suave de una campanilla
despertó nuestra atención. Apareció el maestro: –era el joven Aníbal
de Silas, a quien habíamos sido presentados hacía
pocos minutos. Venía seguido de dos adjuntos,
Pedro y Salustio, dos adolescentes como él,
delicados y atractivos, que inmediatamente
iniciaron los preparativos para la magna actividad.
Los pensamientos remolineaban precipitadamente
por los rincones de mi conciencia, dejando que
recuerdos queridos de la infancia aflorasen gratamente
al corazón... y me volví a ver de pequeño, conmovido
y temeroso al enfrentar, por primera vez, al viejo maestro que me dio a conocer las primeras letras del
alfabeto...
Los adjuntos conectaron al sillón, donde Aníbal estaba ya
sentado, hilos luminosos imperceptibles, y prepararon
una diadema parecida a la que vimos en la
Torre, para las explicaciones de Agenor
Peñalva. El silencio era religioso. Se percibía
una gran homogeneidad en la asamblea, pues se imponía
la armonía, creando un bienestar indefinible a todos nosotros. Sufridores, excitados, afligidos,
angustiados, aplacamos las quejas y preocupaciones
personales, aguardando la secuencia del
momento.
Sobre el estrado se presentaron seis iniciados más. Se
sentaron en cojines dispuestos en semicírculo,
mientras Aníbal se conservaba en el centro y
Pedro y Salustio se distanciaban.
Aníbal se levantó. Parecía que besos maternales
rociaban nuestras almas densas. Nuevas ansias de esperanza susurraban
misteriosamente a nuestros corazones obstruidos por la larga desesperación, y
emitimos suspiros de alivio, que hicieron descender nuestra opresión.
Oímos sonidos lejanos y armonías de conmovedoras
melodías, como un himno sacro, que predispusieron a nuestros Espíritus, alejando del ambiente cualquier resquicio de
preocupación subalterna que aún permaneciese en el
aire. Instintivamente nos vimos presa de un
profundo y singular respeto, que llegaba
realmente a una impresión de temor.
Escalofríos desconocidos rozaban nuestras fibras psíquicas,
calentándolas dulcemente, mientras que un extraño
rocío de lágrimas refrescaba nuestras pupilas
ardientes por el llanto inflamado de la
desgracia. Era evidente que, a través de los
sonidos de aquel himno admirable nos llegaban ondas
magnéticas preparativas, que unificaba nuestras mentes a los balanceos de acordes irresistibles, haciéndonos vibrar convenientemente, en un agradable
estado de concentración de pensamientos y voluntades.
En medio de un gran silencio, en el que no nos distraíamos siquiera con las molestias de los males que nos
afectaban, la voz de Aníbal, grave y cariñosa a un
solo tiempo, esparció por la sala una tierna
invitación:
– ¡Vamos a orar, hermanos! Antes de intentar nada
para fines elevados, tenemos el honroso deber
de presentarnos a Dios Altísimo a través de
las fuerzas mentales de nuestro espíritu,
homenajeándole con nuestros respetos para que solicitemos
Su bendición divina...
Las pupilas encendidas, con el fulgor de la
inteligencia, entraron en lo más íntimo de
nuestros corazones, como si levantasen de las
sombras interiores de nuestro ser el conjunto
de nuestros pensamientos, con la intención de iluminarles. Tuvimos la impresión
de que aquella mirada chispeante era una
antorcha viva que iluminaba nuestras almas
temerosas y abatidas, una a una, y bajamos la cabeza, amedrentados ante la fuerza psíquica superior que entraba
en lo más recóndito de nuestras almas.
Bondadoso, prosiguió, como en un agradable preludio:
La oración, queridos hermanos, será el vigoroso
baluarte capaz de mantener serenos vuestros
pensamientos ante las tormentas de las
experiencias y renovaciones indispensables para el progreso que haréis. Aprendiendo a
elevar la mente al infinito, en las suaves y
sencillas expresiones de una oración sincera e
inteligente, estaréis en posesión de la llave
dorada que promoverá el secreto de una buena
inspiración. Orando, y presentándoos, confiados y respetuosos, ante el Padre Supremo, es un deber de cada
uno de nosotros, de Él recibiréis la bendita
influencia de fuerzas desconocidas, que os
capacitarán para las luchas en las
realizaciones diarias, propias de aquellos que desean avanzar por el camino del progreso y de la luz. Impulsados
por la oración bien sentida y comprendida,
aprenderéis, progresivamente, a sumergir el
pensamiento en las regiones acariciadas por
las claridades celestes, y volveréis esclarecidos
para el desempeño de las tareas más difíciles.
Con la intención de iniciaros en ese camino provechoso os
convido a extender el pensamiento por el infinito,
acompañando al mío... No importa que el ardiente
recuerdo de los delitos cometidos en el pasado
os pese en las conciencias, ni que, a causa de
ello, tengáis dificultades de expansión que
parezcan impedir el necesario desprendimiento.
Lo que es preciso, lo que es urgente e impostergable
es querer iniciar el intento, y entonces os arrojareis,
reanimados por el más vivo coraje que podáis extraer de lo profundo del ser,
para el camino por los compensadores canales de la oración... porque, sin que
os preparéis en este curso iniciático de unión mental con los planos superiores, ¿cómo podéis entrar en ellos para vuestra
renovación?
Y Aníbal oró, atrayendo nuestros pensamientos hacia aquellas vías suaves, distribuidoras de los bálsamos
consoladores, de las fuerzas renovadoras. A medida
que oraba, una banda fosforescente, de
radiación entre blanca y azulada, se extendía
sobre él, y, abarcando a la asistencia, nos
envolvía a todos como un beso maravilloso de bendiciones.
El himno acompañaba dulcemente, sin estrépito,
las palabras ungidas de fe, que Aníbal profería... y dulcísimas impresiones suavizaban las contusiones todavía
doloridas del pasado...
Aníbal de Silas se sentó en el centro del semicírculo
formado por los seis iniciados que le acompañaban.
Pedro y Salustio le colocaron en la frente la
diadema de luz, conectándola a una pantalla a
través de los hilos plateados que citamos. Un
minuto grave de recogimiento y fijación mental
predominó entre el grupo de maestros que veíamos en acción, concentrando y armonizando sus voluntades.
Aníbal inició la explicación de esa importante clase.
Por la magnitud de lo que pasó, no sólo en aquel día,
sino en los siguientes, durante esas clases
inolvidables, por la inmensa influencia que
ejerció sobre nuestro destino, nuestro
desarrollo moral y mental y la importancia del método pedagógico, absolutamente inédito para nosotros,
dedicaremos un capítulo especial para su exposición,
conscientes de que, a pesar del esfuerzo y de la
buena voluntad que empleemos, lo que
presentemos al lector será un pálido reflejo
de lo que presenciamos.
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