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14 enero 2023

COLONIA ESPIRITUAL EN ESPAÑA

 

Utopía, Ciudad, Futuro, Rascacielos
Pixabay 


En el intervalo de sus existencias corporales, los Espíritus se encuentran en el estado de erraticidad y forman la población espiritual de la Tierra. A través de las muertes y los nacimientos, ambas poblaciones, la terrestre y la espiritual, se intercambian sin cesar la una en la otra.



Hay, pues, a diario emigraciones desde el mundo corporal hacia el mundo espiritual e inmigraciones de éste para aquél: es el estado normal. Esa transfusión, que se efectúa entre la población encarnada y la desencarnada de un planeta, se realiza del mismo modo entre otros mundos, ya sea individualmente, en las condiciones normales, o en masa, en circunstancias especiales.


De dichas emigraciones e inmigraciones colectivas de un mundo hacia otro, resulta la introducción en la población de uno de ellos, de elementos enteramente nuevos. Nuevas razas de Espíritus que se mezclan con las existentes, generan nuevas razas de hombres. Asimismo, como los Espíritus jamás pierden lo que han adquirido, traen siempre con ellos la inteligencia y la intuición de los conocimientos que poseen, lo que hace que impriman la cualidad que les es peculiar a la raza corporal que animarán. 


En cuanto a su estado, pueden ser: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo; errantes, es decir, desprendidos del cuerpo material y en espera de una nueva encarnación para mejorar; y Espíritus puros, es decir, perfectos y sin necesidad de volver a encarnar. Entre los Espíritus no encarnados, los hay que tienen misiones que cumplir, ocupaciones activas, y gozan de una felicidad relativa. Otros se mantienen en la vaguedad y la incertidumbre: son errantes en la verdadera acepción de la palabra. Estos últimos son en realidad los que designamos con el nombre de almas en pena. Los primeros no siempre se consideran errantes, porque hacen una distinción entre su situación y la de los otros. (L.E. 223, 224, 225, 226).


Entre los Espíritus no encarnados, los hay que tienen misiones que cumplir, ocupaciones activas, y gozan de una felicidad relativa. Otros se mantienen en la vaguedad y la incertidumbre: son errantes en la verdadera acepción de la palabra. Estos últimos son en realidad los que designamos con el nombre de "almas en pena". Los primeros no siempre se consideran errantes, porque hacen una distinción entre su situación y la de los otros. 


El espíritu errante puede mejorar mucho, siempre según su voluntad y su deseo. No obstante, en la existencia corporal es donde pone en práctica las nuevas ideas que ha adquirido.” (LE. 230)


Los Espíritus inferiores e imperfectos, desempeñan también un papel útil en el universo. Todos tienen deberes que cumplir. ¿Acaso el último de los albañiles no coopera en la construcción del edificio tanto como el arquitecto? (LE. 559).



LA MANSIÓN DE LA ESPERANZA

(Del libro Memorias de un suicida de Ivonne Amaral Pereira)

La primera noche la pasamos en ansiosa expectación. Nuestros aposentos daban al jardín y desde allí veíamos el amplio horizonte de la metrópoli, adornado de pabellones graciosos que parecían construidos en madreperla y de cuyos cobertizos, que lo adornaban pintorescamente, emanaban fragancias delicadas de miríadas de arbustos y tiernas flores, que ya no eran monótonas, blancas, como en el Departamento Hospitalario.

 

Todo indicaba que estábamos, según nuestras afinidades, en una Ciudad Universitaria, donde iban a concedernos nuevos ciclos de estudio y aprendizaje, según nuestro deseo.

 

Mientras paseábamos, ante nuestros ojos interesados se extendía un paisaje ameno y seductor, donde soberbios edificios, en un estilo fantástico, que parecía el modelo de una civilización que nunca llegaría a concretarse en la Tierra, nos llevaron a meditar sobre la posibilidad que neblinas ignotas, irisadas de palideces también desconocidas, habían servido a los artistas de aquellas cúpulas seductoras, los encajes sugestivos, el pintoresco encanto de los balcones convidando a la mente del poeta a devaneos profusos, camino al ideal.

 

Unas inmensas avenidas se abrían entre arboledas majestuosas y lagos dulcemente encrespados, orlados de ramilletes floridos y perfumados. Y, alineadas, como en una visión inolvidable de una ciudad de hadas, las facultades donde el infeliz suicida debería capacitarse para sus decisivas reformas personales, indispensables para ser admitido a la verdadera iniciación, más tarde, después de una nueva encarnación terrena, donde testificase los valores adquiridos durante la preparación.

 

No es posible describir el encanto que irradiaba de ese barrio donde las cúpulas y torres de los edificios parecían filigranas resplandeciendo discretamente, como rociadas, y sobre las que los rayos del astro rey, proyectados en conjunto con evaporaciones de gases sublimados, prestaban tonalidades de efectos cuya belleza no se puede comparar con nada.

 

En todo, sin embargo, se adivinaba una augusta superioridad, desprendiendo sugestiones grandiosas, inconcebibles al hombre encarnado. Pero no se trataba de una residencia privilegiada, sino sólo un nivel más arriba del triste asilo hospitalario...

 

Emocionados, nos detuvimos ante las facultades donde íbamos a estudiar. Allá estaban, coronándolas, los letreros descriptivos de las enseñanzas que recibiríamos:

 –Moral, filosofía, ciencia, psicología, pedagogía, cosmogonía, e incluso un idioma nuevo, que no iba a ser sólo una lengua más, utilizada en la Tierra como adorno de ricos u ornamento frívolo de quien tuviese recursos monetarios suficientes para comprar el privilegio de aprenderla. ¡No! El idioma cuya indicación allí nos sorprendía sería el idioma definitivo, que había de estrechar en el futuro las relaciones entre los hombres y los Espíritus, por facilitarles el entendimiento, removiendo igualmente las barreras de la incomprensión entre los humanos y contribuyendo para la confraternización ideada por Jesús de Nazaret: ¡Una sola lengua, una sola bandera, un solo pastor!

 

Ese idioma, cuya ausencia entre médiums brasileños me había imposibilitado realizar obras como yo hubiese deseado, contribuyendo para que fuese más penoso el trabajo de mi rehabilitación, tenía un nombre que se aliaba al dulce alivio que aclaraba nuestras mentes. Se llamaba, como nuestro barrio, Esperanza, y allá estaba, junto a los demás, el majestuoso edificio donde se impartía su aprendizaje. Convenía que lo aprendiésemos, para que, al reencarnar, llevándolo impreso en el fondo del Espíritu, no descuidásemos de ejercitarlo en la Tierra.

 

El benéfico frescor matinal traía a nuestro olfato el perfume dulcísimo, que creímos provenían de los claveros sanguíneos que las portuguesas tanto gustan de cultivar en sus jardines y de las tiernas glicinias, excitadas por el rocío saludable de la alborada. Y los pájaros, cantaban a lo lejos tiernas melodías, completando la dulzura del cuadro.

 

Habíamos llegado la víspera, cuando las estrellas comenzaban a brillar irradiando caricias luminosas. Romeu y Alceste nos presentaron a la dirección del nuevo Instituto y se despidieron enseguida, dando por terminada su misión junto a nosotros. No fue sin profunda emoción que vimos partir a los jóvenes a quienes tanto debíamos, y a los que abrazamos, conmovidos, aunque, sonriendo, nos dijeron: –No estaremos separados. Sólo cambiasteis de recinto, dentro del mismo hogar. ¿No es el mismo universo infinito el hogar de las criaturas de Dios?...

 

El hermano Sóstenes era el director de la ciudad Esperanza. Nos habló grave, discreto, bondadoso, sin que nos animásemos a mirarle: – ¡Sed bienvenidos, queridos hijos! Que Jesús, el único Maestro que aquí encontrareis, os inspire la conducta a seguir en la nueva etapa que hoy iniciáis. ¡Confiad! ¡Aprended! ¡Trabajad! para que podáis vencer. Esta casa es vuestra. Habitáis, por tanto, en un hogar que es el vuestro, y donde encontrareis hermanos, como vosotros, hijos del Eterno.

 

María, bajo el beneplácito de su Augusto Hijo, ordenó su creación para facilitaros la indispensable rehabilitación. Encontrareis en su amor de Madre la base sublime para vencer los errores que os alejaron de los pasos del gran Maestro a quien debéis amor y obediencia. Es necesario, por tanto, apresurar la marcha y recuperar el tiempo perdido. Espero que sepáis comprender con inteligencia vuestras propias necesidades...

 

No respondimos y las lágrimas humedecieron nuestras mejillas. Éramos como niños tímidos que se viesen a solas por primera vez con el viejo y respetable profesor todavía difícil de comprender. Después, nos condujeron al internado donde íbamos a residir. Pasamos allí la noche y por la mañana, salimos a pasear.

 

En los parques que rodeaban la ciudad, encontrábamos a grupos de alumnos oyendo a sus maestros bajo la poesía dulcísima de arboledas frondosas, atentos y absortos como en otro tiempo lo habrían sido los discípulos de Sócrates o de Platón, bajo el murmullo de los plátanos de Atenas; los iniciados del gran Pitágoras y los habitantes de Galilea y Judea, Cafarnaúm y Genesaret, embebidos ante la intraducible magia de la palabra mesiánica.

 

Las jóvenes caminaban por las alamedas, acompañadas de asistentes como Marie Nimiers, a quien más tarde conoceríamos muy de cerca; o como Vicenta de Guzmán, joven religiosa de la antigua orden de S. Francisco, hermana de nuestro antiguo benefactor, Ramiro de Guzmán, que igualmente pasamos a bien querer cuando supimos su parentesco con aquel magnífico servidor de la Sección de las Relaciones con la Tierra.

 

Absortos, consentíamos que la imaginación se desbocase arrastrada por las sugestiones, dejando palpitar en nuestra mente múltiples impresiones, cuando alguien me tocó suavemente en el hombro, produciendo en mi sensibilidad la tierna emoción de una caricia infantil que me despertaba de un prolongado entorpecimiento.

 

Me volví, ya que sólo estaba con Juan y Belarmino, y los demás se habían internado en el Recogimiento. Dos damas estaban a nuestro lado, invitándonos para una reunión de honor convocada para el pequeño grupo llegado ayer. Decían que íbamos a ser presentados a nuestros nuevos mentores, aquellos que nos darían la educación definitiva. Nos iban a entregar a ellos como los verdaderos guardianes que velarían paternalmente por nosotros hasta terminar el curso de experiencias renovadoras que urgía realizar en nuestra próxima encarnación en el plano terrestre.

 

La primera de ellas, justamente la que había tocado mi hombro, era una joven rubia y delicada, que tendría unos quince años, muy agraciada. Vestía curiosamente de una manera que no escapó a nuestro análisis: Una túnica blanca atada a la cintura, manto azul colgado al antiguo uso griego y una pequeña guirnalda de minúsculas rosas adornándole la frente. Parecía un ángel a quien le faltasen las alas.

 

Al comienzo creí que era víctima de una alucinación, ya que, salido del Valle de los Condenados para la Ciudad de la Esperanza, tendría el don de crear lo opuesto de lo hediondo, o sea, lo agradable y lo bello. La niña se llamaba Rita de Cassia de Forjaz Franzâo, nombre de una familia aristócrata en su última etapa terrestre en Portugal. Más tarde, pasados algunos días, me explicó el origen de su vestimenta: –Me sepultaron así, o mejor, así vistieron mi cuerpo, cuando lo abandoné por última vez, en la Tierra. Tan grata fue a mi corazón la vuelta a lo invisible, a pesar de la tristeza que ocasionó a un ser muy querido para mi, que retuve en mi mente el recuerdo del último “vestido” terrestre...

 

La segunda, alta, también rubia, debería haber dejado el cuerpo no lejos de los cincuenta años, conservando aun las impresiones mentales que permitían esas observaciones. Simpática y atractiva, me extendió la mano muy gentilmente, presentándose a nosotros:

 

–Tengo la certeza que ya oísteis hablar de mí... Soy Doris Mary Steel da Costa y vengo de una existencia pasada en la que muy gratamente serví de madre a mi pobre Joel... vuestro amigo del Departamento Hospitalario.

Nos sentimos encantados, sin palabras suficientemente expresivas para traducir la emoción que nos conmovía. Respetuosamente besamos su mano pero sinceramente, sin la afectación que antes teníamos costumbre...

 

A la hora señalada entramos en la sala de reuniones, situada en la sede central del nuevo Departamento, acompañados por las hermanas vigilantes encargadas del servicio interno.

 

Nuestro grupo, cerca de doscientas personas, era de los más grandes que había en ese momento en la Ciudad, contando en su conjunto con un gran contingente de damas brasileñas pertenecientes a diversos planos sociales de la Tierra, lo que nos sorprendió, reconociendo que la estadística de suicidios de mujeres en el Brasil era mucho mayor que la de Portugal. Presidía la magna reunión el Director del Instituto, el hermano Sóstenes.

 

De entrada, nos exhortó a un homenaje mental al Creador, lo que hicimos orando íntimamente, tal como nos fuese posible, impulsados por un sincero respeto. A su derecha estaba un anciano, cuyas blancas barbas, bajando hasta la cintura, para terminar en punta, le imprimían tal aspecto venerable que, emocionados, nos creímos en presencia de uno de aquellos patriarcas que los libros sagrados nos retratan o a un faquir hindú experto en virtudes y ciencias a través de las más austeras disciplinas.

 

A la izquierda, otro iniciado nos despertó la atención con su perfil hindú clásico, lo que infundió a nuestro espíritu un singular sentimiento de atracción. Tan venerable como el otro, el nuevo personaje tenía, sin embargo, menos edad, reflejando antes la madurez con la pujanza de su equilibrio racional estampada en el vigor de sus facciones que nos dejaba ver con nitidez.

 

Más allá, un joven casi adolescente nos despertó mayor atención, ya que ocupaba otra cátedra de maestro, y no el lugar reservado a los adjuntos. Con un rostro angelical, por así decirlo, su perfil hebreo irradiaba una dulzura tan impresionante que creíamos tratarse antes de una aparición de las que mencionan los libros orientales, si no fuese por la realidad indiscutible de todo cuanto nos rodeaba. Sóstenes estaba a la derecha, al lado del anciano.

 

A una seña del hermano Sóstenes, se inició la llamada de los pacientes. Nuestros nombres, registrados en el voluminoso libro de matrícula donde firmamos al llegar resonaban, uno a uno, proferidos por la vigorosa voz de un adjunto que, al lado de la tribuna de honor, ejercía como secretario de la reunión. Y, oyendo que nos llamaban, respondíamos tímidamente, como colegiales bisoños, mientras el eco hacia repetir nuestros nombres más allá, entre salas y galerías, llevándolos, a través de las alamedas distantes, de los parques de la ciudad que se extendía entre flores y pabellones grandiosos, para perpetuarles, ¿quién sabe? repercutiéndoles a través del infinito y de la eternidad...

 

El director se levantó para el discurso de honor:

 –Iniciáis en este momento una nueva fase en vuestra existencia de Espíritus, queridos amigos. Entre tantos pacientes que llegaron con vosotros a esta Colonia, fuisteis los únicos en alcanzar las condiciones indispensables para las luchas del aprendizaje espiritual que os proporcionará una base sólida para adquirir valores personales en el porvenir. Seréis matriculados en nuestras Facultades, ya que presentáis el necesario desarrollo moral y mental para la adquisición de esclarecimientos que os permitirán la próxima reencarnación recuperadora, capaz de daros la rehabilitación decisiva del error en que sucumbisteis.

 

Como debéis haber percibido desde hace mucho, no sois condenados irrecuperables a los que la Ley universal aplica medidas extremas, relegándoos a la eterna inferioridad del presente y al abandono de las angustias inconsolables actuales, por excluiros vosotros mismos de la armonía apropiada a toda criatura originada del Sempiterno amor. Al contrario, os decimos que tenéis el derecho de esperar mucho de la bondad paternal del Omnipotente creador, porque, la misma Ley, establecida por Él, que infringisteis con el suicidio, os proporcionará a todos la posibilidad de recomenzar la experiencia interrumpida por el suicidio, dándoos, honrosamente, la oportunidad de una rehabilitación segura.

 

Nada conocéis, sin embargo, de la vida espiritual y es preciso que la conozcáis. Hasta ahora vuestras estancias en la erraticidad vienen verificándose en zonas inferiores de lo invisible donde poco habéis aprovechado moralmente, a causa de la coraza de animalidad que envuelve vuestras vibraciones mentales unidas, particularmente, al dominio de las sensaciones. Hace cerca de un siglo, sin embargo, llegó la época de anteponer rigores a vuestros continuados desatinos y despertaros del círculo vicioso en que os dejasteis estar encaminándoos hacia la alborada de la redención con Jesús, que os conducirá al verdadero objetivo que, como criaturas de Dios, debéis forzosamente alcanzar.

 

Muchos de vosotros, que fuisteis doctos en la Tierra, lúcidas inteligencias que se impusieron en el concepto de la sociedad terrestre, desconocéis, todavía, los más rudimentarios principios de espiritualidad, llevando realmente la displicencia al extremo de negarlos y combatirlos, cuando los descubristeis en el carácter del prójimo. Debéis, por eso mismo, iniciar con nosotros un curso de reeducación moral-mental-espiritual, que es lo que os ha faltado, ya que las predisposiciones para ello se encontraban en las invocaciones desesperadas de los sufrimientos por los que pasáis.

 

Si no hubiera sido por el gesto audaz de precipitación, contrario a las leyes invariables que aun desconocéis, hoy estaríais glorificados por una victoria magnífica, laureados por el cumplimiento del deber, preparados para nuevos ciclos de aprendizaje. Sin embargo, el suicidio, no os trajo la muerte, porque la muerte es ficción en este universo vivo y regido por leyes eternas provenientes de la sabiduría del Creador eterno que no os concedió ni reposo, ni olvido, ni aniquilamiento, porque no alcanzó sino al cuerpo físico y nunca al espiritual, donde reside vuestra personalidad verdadera y eterna.

 

El suicidio, insisto, arrebató todo el mérito que podríais tener, precipitándoos a una situación calamitosa, de la que no saldréis mientras no se realice una restauración total. Y os advierto, mis amigos, que, en la lucha que emprenderéis para conseguir tal objetivo, más de un siglo presenciará las lágrimas que derramareis sobre las consecuencias del execrable acto irrespetuoso tanto hacia vosotros mismos, como hacia Dios.

 

Sin embargo, las enseñanzas que os administraremos influirán bastante en la victoria que alcanzaréis. Pero, no saldréis de este local, alcanzando esferas espirituales más compensadoras, mientras de nuestro Instituto, o de vuestras conciencias, no recibáis certificados de rehabilitación, que os permitirán el ingreso a lugares normales en la jerarquía de la evolución, y tales certificados, mis amigos, solo os serán confiados después de la reencarnación que deberéis abrazar, una vez terminado el curso iniciado en este momento...

Siguió una breve pausa, dándonos la impresión de que nuevas disposiciones despertaban las fibras de nuestras almas. Volviéndose hacia los tres compañeros que le rodeaban, el orador continuó, acaparando más nuestra atención:

–Aquí tenéis a vuestros educadores. Son como ángeles tutelares que se inclinarán sobre vosotros y vuestros destinos, amparándoos en la espinosa jornada. Os acompañarán, a partir de este momento, todos los días de vuestra vida, y solo darán por cumplida la noble misión junto a vosotros, cuando, una vez glorificados por la observancia de la Ley que infringisteis, volváis de la Tierra, nuevamente, a este asilo, recibiendo, entonces el pasaporte para otra localidad espiritual, donde iniciaréis la ruta evolutiva normal interrumpida por el suicidio.

 

Las credenciales de los maestros a quienes, en este momento, os entregamos en nombre del Pastor celeste, se extienden, en virtudes y méritos, a un pasado remoto, comprobado muchas veces en testimonios santificantes.

 

A mi derecha, está Epaminondas de Vigo, quien, en escala ascensional brillante, viene desde el antiguo Egipto hasta los sombríos días de la Edad Media, en España, sirviendo a la verdad y exaltando el nombre de Dios, sin que sus triunfos se hayan aminorado en los planos de la Espiritualidad hasta el momento presente. En los tiempos apostólicos, donde, como discípulo de Simón Pedro, glorificó al Maestro Divino, tuvo el honor supremo de sufrir el martirio y la muerte en el circo de Domício Nerón.

 

En España, bajo el imperio de las tinieblas que rodeaban las leyes impuestas por el llamado Santo Oficio, brilló como estrella salvadora, mostrando caminos sublimes a los desgraciados y perseguidos, así como a muchos corazones ansiosos por el ideal divino, empuñando antorchas de ciencias sublimadas en el amor y en el respeto a los Evangelios del Cordero Inmaculado, ciencias que había ido a buscar, desde hacía mucho, en peregrinaciones devotas, a los arcanos sagrados de la vieja India, sabia y protectora, en la Tierra, de verdades inmortales.

 

Pero justamente porque brilló en medio de las tinieblas, le sacrificaron nuevamente, ya no tirando su viejo cuerpo carnal a las fieras hambrientas, y sí quemándole en la hoguera pública, donde, una vez más, probó él su incorruptible dedicación al Señor Jesús de Nazaret.

 

A la izquierda tenéis a Souria-Omar, antiguo maestro de iniciación en Alejandría, filósofo en Grecia, después de la venida de Sócrates, cuando comenzaban a encenderse para el pueblo los brillos inmortales, hasta entonces alejado de los conocimientos sublimes, ya que estos eran mantenidos en secreto y sólo para conocimiento y uso de sabios y doctos. Como eminente precursor del Gran Maestro, enseñó la doctrina secreta a discípulos elevados de las más modestas clases sociales, a los desheredados e infelices; y, a la sombra benéfica de las hayas frondosas o bajo la poesía de los plátanos, les proporcionaba enseñanzas llenas de divina magnificencia, transportándoles de felicidad en la elevación de los pensamientos hacia el Dios sempiterno, creador de todas las cosas, aquel Dios desconocido cuya imagen no constaba en la colección de los altares de piedra de la antigua Hélade...

 

Más tarde, le tenéis reencarnado en la propia Judea, atraído por la figura incomparable del Maestro de los maestros, manifestándose en actitudes humildes, oscuras, pero generosas y sanas, por seguir los pasos luminosos del celeste Pastor.

 

Entrado ya en edad avanzada, conoció las férreas persecuciones de Jerusalén, después del apedreamiento de Esteban. Estoico, fortalecido por una fe inquebrantable, sufrió un largo martirio en el fondo siniestro de un antiguo calabozo; torturado con la ceguera, por ser considerado hombre letrado y, por tanto, peligroso, nocivo a los intereses farisaicos; martirizado con golpes y mutilaciones dolorosas, hasta sucumbir, ignorado por la sociedad, irreconocible por la propia familia, pero glorificado por el Maestro Excelso, por cuyo amor soportó todo con humildad, amor y reconocimiento.


Segunda parte

Segunda parte

Souria-Omar, como Epaminondas, tuvo la mente vuelta, desde hace muchos siglos, hacia las altas expresiones de la espiritualidad, con el alma fervorosamente entregada en la pira sagrada de la ciencia divina y del amor a Dios. Hoy, se encuentra trabajando en la región de angustias en que nos encontramos todos, materializado hasta el punto de poder ser reconocido por vosotros en su última estructura corporal. No será porque le falten luces y méritos para alcanzar otros lugares, en armonía con sus méritos, sino porque fieles, ambos, a los principios de la iniciación cristiana, que observa por encima de cualquier otra norma, prefiere extender atenciones y amor a los más desgraciados y desprovistos de ánimo, dedicándose a encaminarles a la redención inspirados en el ejemplo del Príncipe celeste que abandonó Su reino de glorias para darse, en sacrificios continuos, al bien de las ovejas de la Tierra...

 

 Y Aníbal, queridos hijos. Este joven que conoció personalmente a Jesús de Nazaret, durante sus sermones inolvidables a través de la sufrida Judea. Aníbal de Silas, uno de aquellos niños presentes en el grupo que Jesús acarició cuando exclamó, demostrando la inconfundible ternura que una vez más expandía entre las ovejas aun vacilantes: “Dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos es el reino de los Cielos...”

 Aníbal, que os dará enseñanzas cristianas exactamente como las oyera del mismo Rabí, a quien ama con arrebatos de idealista entusiasta y ardoroso, desde la infancia lejana, pasada, entonces, en Oriente.

 

 Dice que, cuando el Señor enseñaba su hermosa doctrina de amor, surgían escenas explicativas, de maravillosa precisión y encanto inefable, a la visión del oyente de buena voluntad, explicando todo de manera inconfundible, al imprimir en los arcanos del ser de cada uno el ejemplo que nunca más sería olvidado. Por eso, hablando, conseguía el gran Enviado refrenar, con una serenidad inalterable, multitudes hambrientas por largas horas, dominar turbas rebeldes, arrebatar oyentes, convencer corazones que, o se arrodillaban a su paso, tímidos y aturdidos, o se prendían a su doctrina para siempre, encantados y fieles.

 

 Los impíos, sin embargo, cuyas mentes viciadas permanecían desafinadas con las vibraciones divinas, no percibían nada, oyendo sólo relatos cuya sentido excelso no eran capaces de alcanzar, ya que traían las almas impregnadas del virus letal de la mala voluntad. Uno de esos cuadros o escenas, ciertamente el más bello de cuantos el Maestro amado creó para instruir a sus ovejas descarriadas, el que lo retrataba en su gloria de unigénito del Altísimo, bastó para que Saulo de Tarso se transformase en ardiente defensor de la doctrina redentora con que honró al mundo. Aníbal creció, se hizo hombre, sintiéndose siempre envuelto por las radiaciones del divino Pastor, que nunca más se apagaron en sus recuerdos.

 

Trabajó por la causa, repitió aquí y allí lo que oyera del Señor o de sus Apóstoles, prefiriendo, sin embargo, instruir a criaturas y jóvenes, acordándose de la dulzura indecible con que Jesús se dirigía a la infancia. Viajó y sufrió persecuciones, ultrajes, injurias, injusticias, porque era de buen gusto social criticar a los adeptos del Nazareno, ofenderles, perseguirles y matarles. Y, una vez llegado a Roma, se vio glorificado por el martirio, por amor al Enviado celeste: su cuerpo fue quemado en uno de aquellos postes de iluminación festiva, en la célebre ornamentación de los jardines de Nerón, a los treinta y siete años de edad.

 

Pero, entre la tortura del fuego y el espanto del sublime testimonio, él, que se consideraba humilde e incapaz de merecer tan elevada honra, volvió a visualizar de nuevo las márgenes del Tiberíades, el lago hermoso de Genesaret, las aldeas simples y pintorescas de Galilea y a Jesús evangelizando dulcemente la Buena Nueva celestial con aquellas arrebatadoras escenas que, en la hora suprema, se mostraban aún más bellos y fascinantes a su alma de adepto humilde y fervoroso, mientras su voz dulcísima repetía, como el beso de la extremaunción que bendecía su alma, destinándola a la gloria de la inmortalidad:
“Venid a mí, benditos de Mi Padre, pasad a mi derecha...”


Como enamorado sincero de la Buena Nueva del Cordero inmaculado, esa será la enseñanza que os administrará, pues, para él, sois niños que todo lo ignoráis acerca de ella... Y lo hará como aprendió del Maestro inolvidable, en cuadros demostrativos que os representen, lo más fielmente posible, el encanto que para siempre le arrebató y prendió a Jesús. Para especializarse en tan sublime nivel mental le han sido necesarias al devoto Aníbal vidas sucesivas de renuncias, trabajos, sacrificios, múltiples y dolorosas experiencias en el camino de su progreso, pues solamente así es posible desarrollar en las facultades del alma tan precioso don.

 

Él lo consiguió, sin embargo, porque jamás en su corazón faltó la voluntad de vencer, jamás olvidó los días gloriosos de los sermones mesiánicos, el momento, sempiterno en su espíritu, en que sintió la diestra del celeste Mensajero posándose sobre su frágil cabeza de niño, para el convite inolvidable:
“Dejad que los niños vengan a mí...”

Aníbal venía siendo preparado desde eras lejanas para eso. Vivió en los tiempos de Elías, respetando el nombre del verdadero Dios. Fue, más tarde, iniciado en los misterios augustos de las ciencias, en la antigua escuela de los egipcios. El respeto y la devoción al Dios verdadero, y a la esperanza inquebrantable en el advenimiento libertador del Mesías divino, iluminaban su mente desde entonces, entre antorchas de virtudes que nunca desaparecerían. No obstante, después del sacrificio en Roma, trabajador e infatigable, renació de nuevo sobre la costra del planeta. Le seducía la voluntad poderosa e inflexible de seguir las pisadas del Maestro, siguiendo a Sus divinas invocaciones.


Sufrió, por eso, nuevas persecuciones en tiempos de Adriano, y se alegró con la victoria de Constantino. Desde entonces, se dedicó particularmente al amparo y a la educación de la infancia y de la juventud. Sacerdote católico en la Edad Media, en más de una ocasión se convirtió en el ángel tutelar de pobres criaturas abandonadas, olvidadas por la prepotencia de los señores de entonces, convirtiéndolas en hombres útiles y aprovechables para la sociedad y en mujeres honestas, dedicadas al culto del deber y la familia.

 

Y tanto Aníbal se preocupó con la infancia y la juventud, tanto fijó sus energías mentales en aquellas caritas hermosas y dulces, que su mente imprimió en sí misma un eterno rostro de adolescente gentil, pues, como veis, se diría que aún es el niño acariciado por el Maestro Nazareno, en Judea, hace casi dos mil años... hasta que un día, glorioso para su espíritu de siervo fiel y amoroso, una orden directa bajó de las altas esferas de luz, como gracia concedida por tantos siglos de abnegación y amor:
–Ve, Aníbal... y ofrece tus servicios a la Legión de Mi Madre. Socorre con Mis enseñanzas, que tanto aprecias, a los que encuentres más carentes de luces y de fuerzas, confiados a tus cuidados... Piensa, preferentemente, en aquellos cuyas mentes han desfallecido bajo las penas del suicidio...

 

Les entregué, desde hace mucho, a la dirección de Mi Madre, porque sólo la inspiración maternal es lo bastante caritativa para levantarles hacia Dios. Enséñales Mi palabra. Despiértales, recordándoles los ejemplos que dejé. A través de Mis lecciones, enséñales a amar, a servir, a dominar las pasiones, oponiendo a ellas las fuerzas del conocimiento, a encontrar el camino de redención en el cumplimiento del deber, que tracé para los hombres, a sufrir con paciencia, porque el sufrimiento es anuncio de gloria y palanca poderosa del progreso...

 

Ábreles el libro de tus recuerdos. Recuerda cuando me oías, en Judea... e ilumínales con la claridad de Mi Evangelio, pues solo es eso lo que les falta... Y aquí le tenéis, queridos hijos, modesto, pequeñito como un adolescente, pero tocado por la llama inmortal de la inspiración que le une a la bondad del Maestro Excelso... A él os confío.


Una intensa conmoción alcanzaba nuestras almas, extrayendo de lo más íntimo de nuestro ser sentimientos de admiración por las tres figuras que nos presentaban y que tan estrechamente se ligarían a nuestro destino por un tiempo que no podíamos prever en absoluto. También la inconfundible figura del Nazareno nos estaba siendo singularmente presentada. La verdad es que, hasta entonces, Él aparecía en nuestro pensamiento más como algo sublime e ideal, incomprensible a la mente humana, que como una personalidad real, capaz de hacerse comprensible e imitada por las demás criaturas. Nuestros tres maestros, sin embargo, habían sido contemporáneos suyos. Le conocieron y le oyeron hablar. Realmente hablaron con Él, porque se notaba que el divino Maestro jamás se negó a hablar con quien le buscase. Uno de aquellos mismos maestros había sentido la blanda caricia de su mano acariciarle la cabeza. Jesucristo, así conocido, visto y amado, atraía nuestra atención.


Muchos internos presentes habían bajado la frente. Otros se abandonaban a un llanto silencioso y discreto que bajaba rociando sus almas, en un grato y fervoroso bautismo. Se produjo un silencio por algunos instantes, después Sóstenes continuó:


–Como nunca es aconsejable la pérdida de tiempo, porque, algunos minutos desperdiciados en la bendita labor del progreso podrán acarrear en el futuro sinsabores difícilmente reparables, iniciaremos hoy mismo medidas favorables a vosotros. Seréis nuevamente divididos en grupos homogéneos de diez individuos, continuando separados, como en el Hospital, las damas de los caballeros. Solamente durante las clases o en días fijados para reuniones recreativas, podréis veros e intercambiar ideas. Eso sucede porque traéis aún restos penosos de la materia, inquietudes mentales perturbadoras, que conviene educar.


Vuestros pensamientos deberán habituarse a la disciplina higiénica, encaminándose lo más rápidamente posible hacia las buenas expresiones del espíritu, para pensamientos cuya meta esté en la idea de Dios.


Haréis con nosotros el ejercicio mental de elevación del ser hacia el Infinito; pero para que consigáis eso será indispensable que os desprendáis de preocupaciones subalternas. La idea del sexo es una de las más incomodas trabas para las conquistas mentales. Las inclinaciones sexuales oprimen la voluntad, turban las energías del alma y entorpecen sus facultades, arrastrándola a vibraciones pesadas e inferiores, que retrasan la acción del verdadero estado de espiritualidad. Por eso, es prudente el aislamiento, mientras no progreséis lo suficiente, será un buen consejero que os llevará al olvido de que ayer fuisteis hombres y mujeres, recordándoos que, ahora, os debéis buscar preferentemente con el amor espiritual y con el sentimiento fraterno e inclinación divina, apropiada para los arrebatos del espíritu.


No obstante, entidades ya educadas en las reales afinidades del alma, y que animaron en la Tierra cuerpos femeninos, van a acompañaros tanto en la misión educativa, como en la familiar. Escogidas en nuestro cuerpo de vigilantes, serán preceptoras que os auxiliarán en la verdadera adaptación al ambiente espiritual, que en verdad desconocéis, ya que vuestras estancias en el Más Allá han sido, hasta ahora, sólo entre las capas inferiores de lo Invisible, lo que no es la misma cosa... Ellas oirán vuestras confidencias, os consolarán con sus consejos y experiencias, cuando las fatigas o las posibles añoranzas amenacen vuestro ánimo; atenderán vuestras peticiones, transmitiéndolas a la dirección de esta Mansión, y, actuando así, mantendrán alrededor de vuestros corazones los dulces y sacrosantos sentimientos de la familia, impidiendo que les olvidéis por una larga separación, pues no podréis prescindir de estos sentimientos, como son experimentados en la Tierra, porque reencarnareis todavía muchas veces en sus escenarios, reconstituyendo hogares que no siempre supisteis apreciar, testimoniando enseñanzas que habéis de aprender en el plano espiritual, con vuestros maestros, delegados de Jesús.

 

Desempeñarán junto a vosotros el papel de la solicitud materna y del interés y la dedicación fraterna.

 

Como veis, toda la ayuda que la Ley permite en vuestro caso, os será concedida por la magna Dirección de la Colonia Correccional que os recoge, cuyos estatutos, fundamentados en la doctrina excelsa del amor y de la fraternidad, tienen por ideal el educar para elevar y redimir. Avanzad, pues, queridos amigos y hermanos, valientes y decididos, para la batalla que os concederá la libertad de las graves consecuencias que creasteis en la hora de la infeliz y temeraria inspiración.

 

 En un salón que precedía a la sala de asambleas, encontramos a las Damas de la Vigilancia, noble corporación de legionarias que ejercían el aprendizaje sublime para las futuras tareas femeninas que experimentarían en la Tierra, y lo hacían junto a nosotros, sus hermanos sufridores carentes de consuelo. Esperaban a sus protegidos, para ser debidamente presentadas. El grupo formado desde el Hospital por Belarmino de Queiroz y Souza, Juan de Azevedo y yo, con algunos aprendices afines, portugueses y  brasileños, recibió como futuros “genios buenos” a las damas que nos habían llevado a la reunión de la que saliéramos, es decir, Doris Mary y Rita de Cassia.

 

Encantados con el acontecimiento, porque una irresistible simpatía ya impulsaba nuestros Espíritus hacia ellas, confesamos conmovidos la satisfacción que nos inundaba al besarles la mano que bondadosamente nos extendieron.

 


Sin pérdida de tiempo, fuimos encaminados al noble edificio en el que se impartían las clases de filosofía y moral, uno de los magníficos palacios situados en la hermosa avenida académica.

 

 Cuando entramos al recinto de las aulas, una suave conmoción agitó las fibras doloridas de nuestro ser. Era un salón inmenso, dispuesto en semicírculo, cuyas cómodas graderías tenían un trazado idéntico, mientras una placa luminosa de grandes dimensiones despertaba la atención del visitante, y en el centro, junto a ella, la cátedra del expositor, profesor emérito del trascendental curso que íbamos a iniciar. Notamos que no nos resultaban extraños los aparatos. Ya los habíamos visto más de una vez en los servicios del Hospital. Sin embargo este parecía perfeccionado, presentando una ligereza y dimensiones diferentes.

 


Suaves tonalidades blanco azuladas proyectaban en el ambiente en que entrábamos por primera vez el encanto sugestivo de los santuarios. Jamás habíamos sentido tan profundamente la insignificancia de nuestras personas como al entrar al extraño anfiteatro donde el primer detalle que despertó nuestra atención era la sublime invitación del Señor de Nazaret, escrito en caracteres fulgurantes sobre la pantalla:
“Venid a mí; todos los que estáis fatigados y cargados, yo os haré descansar.

 

De repente el tintinear suave de una campanilla despertó nuestra atención. Apareció el maestro: –era el joven Aníbal de Silas, a quien habíamos sido presentados hacía pocos minutos. Venía seguido de dos adjuntos, Pedro y Salustio, dos adolescentes como él, delicados y atractivos, que inmediatamente iniciaron los preparativos para la magna actividad. Los pensamientos remolineaban precipitadamente por los rincones de mi conciencia, dejando que recuerdos queridos de la infancia aflorasen gratamente al corazón... y me volví a ver de pequeño, conmovido y temeroso al enfrentar, por primera vez, al viejo maestro que me dio a conocer las primeras letras del alfabeto...

 

 Los adjuntos conectaron al sillón, donde Aníbal estaba ya sentado, hilos luminosos imperceptibles, y prepararon una diadema parecida a la que vimos en la Torre, para las explicaciones de Agenor Peñalva. El silencio era religioso. Se percibía una gran homogeneidad en la asamblea, pues se imponía la armonía, creando un bienestar indefinible a todos nosotros. Sufridores, excitados, afligidos, angustiados, aplacamos las quejas y preocupaciones personales, aguardando la secuencia del momento.

 

 Sobre el estrado se presentaron seis iniciados más. Se sentaron en cojines dispuestos en semicírculo, mientras Aníbal se conservaba en el centro y Pedro y Salustio se distanciaban.

 

Aníbal se levantó. Parecía que besos maternales rociaban nuestras almas densas. Nuevas ansias de esperanza susurraban misteriosamente a nuestros corazones obstruidos por la larga desesperación, y emitimos suspiros de alivio, que hicieron descender nuestra opresión.

 

Oímos sonidos lejanos y armonías de conmovedoras melodías, como un himno sacro, que predispusieron a nuestros Espíritus, alejando del ambiente cualquier resquicio de preocupación subalterna que aún permaneciese en el aire. Instintivamente nos vimos presa de un profundo y singular respeto, que llegaba realmente a una impresión de temor.

 

 Escalofríos desconocidos rozaban nuestras fibras psíquicas, calentándolas dulcemente, mientras que un extraño rocío de lágrimas refrescaba nuestras pupilas ardientes por el llanto inflamado de la desgracia. Era evidente que, a través de los sonidos de aquel himno admirable nos llegaban ondas magnéticas preparativas, que unificaba nuestras mentes a los balanceos de acordes irresistibles, haciéndonos vibrar convenientemente, en un agradable estado de concentración de pensamientos y voluntades.

 

 En medio de un gran silencio, en el que no nos distraíamos siquiera con las molestias de los males que nos afectaban, la voz de Aníbal, grave y cariñosa a un solo tiempo, esparció por la sala una tierna invitación:
– ¡Vamos a orar, hermanos! Antes de intentar nada para fines elevados, tenemos el honroso deber de presentarnos a Dios Altísimo a través de las fuerzas mentales de nuestro espíritu, homenajeándole con nuestros respetos para que solicitemos Su bendición divina...


Las pupilas encendidas, con el fulgor de la inteligencia, entraron en lo más íntimo de nuestros corazones, como si levantasen de las sombras interiores de nuestro ser el conjunto de nuestros pensamientos, con la intención de iluminarles. Tuvimos la impresión de que aquella mirada chispeante era una antorcha viva que iluminaba nuestras almas temerosas y abatidas, una a una, y bajamos la cabeza, amedrentados ante la fuerza psíquica superior que entraba en lo más recóndito de nuestras almas.


Bondadoso, prosiguió, como en un agradable preludio: La oración, queridos hermanos, será el vigoroso baluarte capaz de mantener serenos vuestros pensamientos ante las tormentas de las experiencias y renovaciones  indispensables para el progreso que haréis. Aprendiendo a elevar la mente al infinito, en las suaves y sencillas expresiones de una oración sincera e inteligente, estaréis en posesión de la llave dorada que promoverá el secreto de una buena inspiración. Orando, y presentándoos, confiados y respetuosos, ante el Padre Supremo, es un deber de cada uno de nosotros, de Él recibiréis la bendita influencia de fuerzas desconocidas, que os capacitarán para las luchas en las realizaciones diarias, propias de aquellos que desean avanzar por el camino del progreso y de la luz. Impulsados por la oración bien sentida y comprendida, aprenderéis, progresivamente, a sumergir el pensamiento en las regiones acariciadas por las claridades celestes, y volveréis esclarecidos para el desempeño de las tareas más difíciles.

 

 Con la intención de iniciaros en ese camino provechoso os convido a extender el pensamiento por el infinito, acompañando al mío... No importa que el ardiente recuerdo de los delitos cometidos en el pasado os pese en las conciencias, ni que, a causa de ello, tengáis dificultades de expansión que parezcan impedir el necesario desprendimiento. Lo que es preciso, lo que es urgente e impostergable es querer iniciar el intento, y entonces os arrojareis, reanimados por el más vivo coraje que podáis extraer de lo profundo del ser, para el camino por los compensadores canales de la oración... porque, sin que os preparéis en este curso iniciático de unión mental con los planos superiores, ¿cómo podéis entrar en ellos para vuestra renovación?

 

 Y Aníbal oró, atrayendo nuestros pensamientos hacia aquellas vías suaves, distribuidoras de los bálsamos consoladores, de las fuerzas renovadoras. A medida que oraba, una banda fosforescente, de radiación entre blanca y azulada, se extendía sobre él, y, abarcando a la asistencia, nos envolvía a todos como un beso maravilloso de bendiciones. El himno acompañaba dulcemente, sin estrépito, las palabras ungidas de fe, que Aníbal profería... y dulcísimas impresiones suavizaban las contusiones todavía doloridas del pasado...

 

 Aníbal de Silas se sentó en el centro del semicírculo formado por los seis iniciados que le acompañaban. Pedro y Salustio le colocaron en la frente la diadema de luz, conectándola a una pantalla a través de los hilos plateados que citamos. Un minuto grave de recogimiento y fijación mental predominó entre el grupo de maestros que veíamos en acción, concentrando y armonizando sus voluntades.

 

 Aníbal inició la explicación de esa importante clase. Por la magnitud de lo que pasó, no sólo en aquel día, sino en los siguientes, durante esas clases inolvidables, por la inmensa influencia que ejerció sobre nuestro destino, nuestro desarrollo moral y mental y la importancia del método pedagógico, absolutamente inédito para nosotros, dedicaremos un capítulo especial para su exposición, conscientes de que, a pesar del esfuerzo y de la buena voluntad que empleemos, lo que presentemos al lector será un pálido reflejo de lo que presenciamos.

 

 

 


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